Cédric Klapisch es un tipo amable, y su simpatía está impregnada en todas sus películas. Director, guionista, narrador de historias. Creador, en definitiva. Su talento y obstinación le han convertido, ya entrados en este siglo, en uno de los referentes intachables dentro de la comedia francesa. Asegura que la misma goza de una buena salud envidiable y que, pese a ello, puede jactarse de trabajar un estilo muy particular que le ha hecho distinguible dentro de este marco genérico. Nueva vida en Nueva York supone el broche de oro a una trilogía que él mismo ha denominado Los viajes de Xavier, personaje interpretado por su actor fetiche y amigo Romain Duris, donde el autor desenvuelve un relato en banda abierta sobre la juventud, la desorientación y la asunción de nuestra inevitable madurez.
El realizador se muestra continuista con sus anteriores films Una casa de locos y Las muñecas rusas no solo en el apartado narrativo, como prioritario nexo cinematográfico de una temática y unos personajes concretos, sino también en el procedimental. Así el francés se desliga de la comedia socarrona de liviano entretenimiento y traza una parábola de la vida más cotidiana y tangible, con caracteres que cruzan los deseos y las motivaciones más implicadas con el ciudadano medio. Quizás sea esta la mayor virtud de Klapisch: conectar emocionalmente las vivencias y los paisajes de un modo sencillo y espontáneo, haciendo gala de una frescura nada desdeñable. Desde la primera entrega, tendente a la aventura Erasmus y el descubrimiento de una Europa en moderna reconstrucción, hasta esta tercera se ha producido una evolución que cierra el círculo de unos seres que, simple y llanamente, buscan su camino en la vida.
Especialmente destacado resulta el ritmo interno del montaje y del relato en Nueva vida en Nueva York, pues el frenetismo y la vivacidad de sus actos y sus puntos de giro apenas dan para un respiro. Es difícil contabilizar la existencia de tiempos muertos en el cine de Klapisch, pues su humor fino y sutil acompaña el drama inherente de una existencia abocada a un espejismo de desengaños, amores, desamores y reencuentros del rumbo perdido. Formalmente, la película enlaza guiños con sus dos títulos precedentes, favoreciendo la sonrisa sobre aquellos que tengan un poco de recuerdo en la memoria. El resultado continúa antojándose saludable, hedonista y fácilmente digerible, pues el director galo apuesta, ante todo, por hacernos pasar un buen rato a costa de nuestras definiciones mas identificables.
En la segunda mitad de la película, la vertiente más cómica y certera del slapstick cohesiona unas partes que se funden con tanta armonía ayudadas, en buena medida, a un elenco actoral que se mueve como pez en el agua, dejando a entrever incluso alguna referencia externa, cargada de mala baba, sobre el derribo del encasillamiento de Audrey Tautou en su mítico rol de Amelie Poulain. Estos flashes de comicidad no hacen sino denotar el buen rollo que sus creadores han tenido por bandera durante el proceso de creación del film. Un intento este, el de Klapisch, por revitalizar y renovar un molde argumental que, pese a su originalidad, no deja de estar, valga la redundancia, demasiado moldeado y encorsetado.
Nunca es tarde para descubrir la comedia de Cédric Klapisch. En cualquier caso, aquellos y aquellas que ya gozaran con las dos primeras entregas de esta inesperada trilogía completarán así un recorrido que define no solo el espíritu de la buena comedia francesa sino también el rastro por una implicación referencial que, como espectadores, buscamos de manera inconsciente y solo unas pocas veces se nos recompensa. A veces, para resolver muchas de nuestra dudas o de nuestras preguntas, tan solo hay que esbozar una gran sonrisa.