‘La naranja mecánica’ (Stanley Kubrick, 1971). Ultraviolencia, Beethoven y sintetizadores | A Buenas Horas

De reciente incorporación al catálogo de HBO Max, lo primero que llama la atención en ‘La naranja mecánica’ es lo bien que ha envejecido, a diferencia de otras tantas producciones de su misma época y distópico jaez argumental. A ello contribuye la sensación de familiaridad producida por un ramillete de estampas  —el primer plano de Alex que abre la película, el paseo a cámara lenta de éste y sus drugos por la orilla del río o, cómo no, la celebérrima terapia Ludovico— que han entrado a formar parte del imaginario cinematográfico colectivo.

Gran Bretaña, en un futuro indeterminado. Alex (Malcolm McDowell) es un joven muy agresivo que tiene dos pasiones: la violencia desaforada y Beethoven. Es el jefe de la banda de los drugos, que dan rienda suelta a sus instintos más salvajes apaleando, violando y aterrorizando a la población. Cuando esa escalada de terror llega hasta el asesinato, Alex es detenido y, en prisión, se someterá voluntariamente a una innovadora experiencia de reeducación que pretende anular drásticamente cualquier atisbo de conducta antisocial.

Stanley Kubrick daba la enésima prueba de su genio adaptando la novela de Anthony Burgess para crear una obra profundamente incómoda, hasta un punto tal que, a cincuenta años de su estreno, sigue levantando ampollas, más si cabe en estos días nuestros de maniqueísmos para todos los públicos. En efecto, si algo caracteriza a ‘La naranja mecánica’ es su franca y desacomplejada ambigüedad moral, de modo que nunca acabamos de saber si nos encontramos ante un delirio totalitario o un regüeldo nihilista, cuando no ambos y sin solución de continuidad, pues precisamente en eso consiste el axioma de que los extremos se tocan: ultraviolencia y Beethoven —en rigor, Henry Purcell— con sintetizadores.

Lo mismo puede predicarse de lo que en principio parece una lanza en favor de una especie de conductismo sin paños calientes para de inmediato tornarse una sarcástica censura de cierto fanatismo cientificista. A lo que desde luego no se pliega es al viejo dictum de raíz marxista, ése de que el arte ha de erigirse en instrumento de transformación social. No en vano implica un componente ético que —aquí, al menos— Kubrick destierra descarnadamente de su cine. Al contrario, si hay algo que de verdad reivindica ‘La naranja mecánica’ no es otra cosa que el arte por el arte, sin cortapisas ideológicas que valgan y cuan desagradable quieran: igual valor intrínseco atesoran una Madonna de Murillo y los despojos humanos pintados por Otto Dix.

Estéticamente, ‘La naranja mecánica’ es una bomba nuclear, mezcla sublime de fealdad estilizadísima, saturación cromática no apta para epilépticos y un manejo de la cámara que diríase producto de un brote psicótico —esos primerísimos planos, subjetivos, aceleraciones y ralentizaciones—, todo al ritmo del bueno de “Ludwig Van”. En el centro de ese cosmos desquiciado y en el papel de su vida, un Malcolm McDowell superlativo, todo lo pasado de rosca que demandaba el insólito personaje, un delincuente juvenil devenido incono inconfundible desde el primer momento.

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Resumen

  • Lo peor: que nuestras mentes amuebladas de IKEA no sean capaces de apreciarla en toda su gloria.
  • Lo mejor: su desacomplejada ambigüedad moral, la desquiciada estética y un Malcolm McDowell absolutamente poseído por su personaje.

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