Noé (Darren Aronofsky, 2014)

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Cuando se habla de pulsión en el cine, referida a la figura de su director, se infiere un impulso de transmisión de unas emociones a través de un cierto manierismo y un talante concreto. Dicho de otro modo: la gravedad, la postura o la disposición que un creador, en posesión orquestal plena de sus facultades artísticas, realiza a partir de una idea o de un concepto. Asumiendo dicho término, Darren Aronofsky es un autor cuya pulsión, para los conocedores de su obra, siempre ha sido un activo atributo y una jugosa atracción.

Es por ello que, de forma inicial, no hay que dejar de señalar la valentía del realizador ante tan distinguida hazaña en su nueva película: convertirse en un director de registro propio, asumido y distinguible, progresivamente despegado de las vertientes independientes iniciales de su obra para asumir, ya en los últimos años, la dirección de proyectos de grandes envergaduras, de corte eminentemente comercial, sin perder ni un ápice de su particular estilo visual. Cuando el presupuesto se excede, por lo general, el director tiende a perder control sobre la película y tiene que escuchar a demasiada gente. Entra en el terreno de la política y apela a la consecución del “Quién, a quién y para quién”.

Lejos de este estigma demasiado extendido entre las grandes industrias, ver Noé implica asumir que se está contemplando un film de Darren Aronofsky, con todas las ventajas e inconvenientes que ello conlleva. Entre las anotaciones frecuentes de su cine, se pueden comprobar: ambiciosas simbologías, atmósfera sobrecargada hasta la extenuación, tintes de terror psicológico incisivamente subrayado, estética que apunta hacia la observación mítico-mística del ser humano y altas dosis de intriga que mezclan el devenir poético con el siniestro universo de lo irreal. Toda esta amalgama de representación funcionan como un todo que, en ocasiones, puede resultar plúmbeo, denso y artificioso pero también, en cualquier caso, explorador de unas imágenes de asombrosa belleza computerizada y ademán de un tono épico expositivo y muy elocuente.

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La ambición que ya cosechara en La fuente de la vida ocho años antes se traduce en una similar declaración de intenciones, servida en esta ocasión para el descarado abrazo del público de multisalas: reconstrucción libre de la génesis bíblica desde un posicionamiento fantástico y ontológico, donde el fuerte anacronismo temporal y circunstancial unido a su tratamiento visual barroco y desmedido componen una función que se percibe como un devenir de fluctuaciones, enrarecimiento perceptivo y complejidad de seguimiento empático. Aronofsky, como se ha señalado anteriormente, continúa haciendo alarde de de unas elocuentes pretensiones que deberían ser un tanto limadas para no caer, de forma tan frecuente, en el ritmo tedioso y la divagación expositiva. Para suplirlos, hace gala más que nunca de unos efectos digitales que en un devenir narrativo resultan acertados pero en el sentir más onírico del relato se antojan de una expresividad experimental difícil de digerir.

Las frecuentes licencias abiertas del director y su guionista Ari Handel trascienden el mero entretenimiento cinematográfico en esta cinta, pues ya han provocado reacciones adversas en ciertos países del Oriente Medio, que se niegan a dar salida a una película que se atreve, con cierto orgullo altivo, a reescribir y reconfigurar ciertos pasajes bíblicos trascendentales para la religión de un puñado de civilizaciones. Quizás sea este el gran precipicio al que se ha abocado Aronosfky: quedarse en tierra de nadie en sus intereses reconstructivos. Por unos momentos, se está más cerca del simple y llano mecanismo de pasarela del star-system hollywoodiense. Por otros más lúcidos, de una gran epopeya con exceso de equipaje e incontinencia digital. Emocionante y aparatosa, a partes iguales. Como podría definirse, en el sentido más tangible y menos optimista, la filmografía de un realizador que no ha dejado indiferente a nadie con ninguna de sus obras.

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