Tiene el antecedente americano de Demi Moore en el papel de lolita enamorada que altera la tranquilidad del verano, esa idílica semana en paraíso italiano frustrada y dada al cante por madurito francés que no sabe resistir sus tentaciones, un correcto Vicent Cassel como padre perdido/amigo traicionero que, por noche de luna llena y bebida desmadrada, se mete en fregadero complicado e inoportuno, más un entero y sólido François Cluzet como replicante e ignorante de todo lo que tiene lugar alrededor suyo.
El amor de adolescencia, esos pájaros edulcorados que engrandecen el primer enamoramiento, fantasía sin pies ni freno que vuela tan alto que quema las alas del soberbio e imaginativo Ícaro para caer destronado a una realidad que juzga, fustiga y castiga, dureza de tratar con la invención pueril de quien ve, su alma gemela, en quien es prototipo de protección paterna.
Bella fotografía, de buen ritmo y banda sonora amenizada, exhibición solvente que cumple con los requisitos previstos y sus pasos esperados, cierto infantilismo se respira en un aire que no sabe sacar jugo mezquino ni atrevido a los sucesos, prefiere la opción ambiental de tocar el hecho con ingenuidad inocente y no ir más allá, únicamente el mínimo mareo de quien está jugando a adulta líder y convierte a su objetivo en mocoso patético.
Jean-François Richet presenta un remake de la obra de Claude Berri de 1977, conocida, anticipada, adivinable, poco espectacular y de consumo digestivo, se observa con placidez, gusto y encanto, hay armonía de grupo entendido, sus actores principales son calidad de nombre indiscutible y el guión tercia por un fugaz escándalo de retoña, que deja de serlo a los ojos de su protector padre, para volver tras su breve locura, a ser la niña que nunca realmente dejó de ser.
Jugar a ser mayor, al amor verdadero, a tomar a la fuerza lo que se desea con insistencia, capricho peligroso que adquiere poder de chantaje al salirse con la suya, combinación suculenta que se muestra esporádicamente, lo justo para captar la idea, insuficiente para penetrar en el mundo que se esconde tras tal rebeldía.
Erotismo, que los ojos observan pero la mente rechaza, y que sucumbe a esa otra posibilidad de una noche de placer donde se congela la razón y las normas sociales y educación recibida se olvidan por la posesión de ese fantástico y deseoso cuerpo joven; la historia no posee gran incógnita, banal escarceo, hecho presente efectivo, que se convierte en tortura de acoso y amistad puesta entre dicho; es simpática, agradable y realizada con fines de sabor mayoritario, convencionalismo de posiciones a cuatro bandas que no aporta novedad destacable.
Su fuerte no es el drama, ni la comedia, ni el altercado, menos aún la confusión o el morbo, práctica a tocar todos los instrumentos sin remate de faena artística plena, entretenida, ligera y suave dentro de su inofensiva tragedia, sus intérpretes dan lo que pueden -destaca Lola Le Lann, a pesar de carecer de sensualidad en sus escenas compartidas- con un argumento que no mueve montañas, sólo la comodidad de una relajada velada de distensión asegurada.
No son vacaciones inolvidables, ni una semana de delirio incesante, tampoco son “unos padres perfectos” -Robin Wright y Naomi Watts, junto con su ardiente guión, le dan mil vueltas-, optan por ser acomodadores no intransigentes ni osados, la semana no se alarga, lo apropiado para atravesarla con óptima rapidez en los actos y su desenvoltura; sensación de amabilidad que sacia para verla y olvidarla, no todos los veranos dejan huella, ni la frescura atrevida de lo vivido da para gran anécdota, de paseo semanal por Córcega el tumulto es cordial, el albedrío comedido pues incluso la fatalidad del pecaminoso acto fue por circunstancias atenuantes, nunca por lujuria manifiesta.
No pretende sobresaltar, no osa emocionar, no logra reír, no se ve capaz de inquietar, su logro es amenizar con una atención que puede descansar de ofrecerlo todo; no se demanda tanto, únicamente que se presente un interés sutil y discreto.