—Quizás pienses que Gary es un poco gilipollas, y es un poco gilipollas, pero es mi gilipollas.
—Es un desmedro para sí mismo, así como la Tierra es un desmedro para la galaxia…
—¿Qué has dicho?
—Repetís los mismos ciclos de autodestrucción una y otra vez. A esta altura, vuestro planeta es el menos desarrollado de toda la galaxia.
Planetas extraños, cuerpos robados, tierras ultimadas, galaxias en guerra, destrucciones de mundos, invasiones, tecnología avanzada… son todos temas principales de un genero bastante criticado y muchas veces menospreciado. Pero la ciencia ficción sigue ahí, por mucho que nos empeñemos en inventar los aparatos que se mostraban en pantalla 50 años atrás; y consigue aún plantearnos mundos diferentes, posibles futuros por llegar o pasados que nunca existieron. La ciencia ficción, esa que nos ha acompañado desde pequeños, con extraterrestres que comían caramelos, blasters y religiones extintas, lagartos de apariencia humana o diferentes fases donde establecer encuentros. Y, por supuesto, un color que engloba todo esto, y que emerge como el estandarte elegido por Edgar Wright para representar ese gran género olvidado: el verde; como siempre, ligado a un corneto. Esta vez, el helado aparece como un ligero guiño, más que como un recurso, con la intención de clausurar la trilogía. ¿Por qué? Porque la historia se centra en el paso previo a la resaca y el corneto –que, según confiesa en una entrevista, era lo que tomaba para superar las duras mañanas de resaca durante sus años de estudio-, que es la cerveza.
En efecto, la cerveza es esta vez el hilo conductor de la historia. Pero no aparece por primera vez en Bienvenidos al fin del mundo (The world’s end, Edgar Wright, 2013), esta tercera parte de la Trilogía del Corneto de Tres Sabores, sino que ya se ha ido anticipando progresivamente en las dos cintas anteriores. Si hacemos memoria, los zombis no les dejan más que tomarse unas inofensivas cañitas. Un poco más tarde, los malvados habitantes de Sandford ya les permiten acomodarse en casa con cerves y pelis mientras hacen de las suyas en el pueblo. Y ahora, bueno, se trata de completar la Golden Mile (la Milla de Oro –que suena mucho más épico en versión original-), que no es más que terminar el recorrido de «cinco amigos, doce pubs, cincuenta pintas» -¿cómo? ¿Sesenta pintas? ¡Ay, borrachín!-, que empezaron 20 años atrás. En otras palabras, la cerveza ha ido rellenando huecos en los argumentos de las películas, hasta convertirse en el mismo argumento de esta, en su razón de ser.
Pero no nos detengamos solo aquí; avancemos un poco más. No podemos dejar de mencionar la amistad verdadera entre amigos, nuestra pareja inseparable (Simon Pegg y Nick Frost), que se vuelve ya completamente descarada; forman el núcleo de un grupo de cinco colegas, que llevan veinte años sin verse, y que se unen por el capricho de uno de ellos: Gary King (Simon Pegg). Cuatro amigos y Gary King, el indiscutible líder moral de la banda, el que ya había probado las chicas –o los chicos, o el sexo opuesto-, el miembro fundador del grupo de rock del pueblo, el que llevaba vestimenta molona y al que todos ayudaban de algún modo a aprobar los exámenes. Y es que todos hemos tenido un Gary King en nuestra pandilla; un personaje al que todos estábamos dispuestos a seguir hasta el mismísimo «fin del mundo», si hubiera sido necesario –puede incluso que hayas sido tú mismo, apuesto lector-.
Bien, después de plantear estos tres importantes elementos (ciencia ficción, cerveza y amigos), metámoslos en la coctelera de Pegg y Wright (coguionistas) y veamos el resultado. ¿Qué obtenemos? Para el que esto suscribe, la mejor de las tres películas. En solo diez años, el director ha alcanzado una madurez asombrosa; filma unas escenas de pelea con coreografía impecable, que ya les gustaría conseguir a otros directores actuales; la trama, que ha ido evolucionando con cada cinta, aumenta su calidad por minutos, hasta llegar a un final apoteósico, digno de las mejores cogorzas; el tema del trabajo no podíamos dejarlo atrás, pues vuelve de nuevo a él, pero tratado desde una perspectiva más madura, donde los personajes ahora trabajan para vivir –en las películas anteriores era lo contrario-; el juego con el sonido, donde se abusa a propósito de avisos que nos dicen que algo no va bien, siguen creando un amistoso pero rancio ambiente desde el principio; y, por último, un orgasmo dialéctico entre Gary, Andy (Nick Frost) y una jod*da luz que deja por los suelos a cualquier her, him o his que tengamos en mente.
Me dejo atrás muchos detalles, como el por qué del color azul durante toda la película, que va convirtiéndose progresivamente en blanco, si el corneto de tres sabores era ahora verde; el continuo recurso a los guiños a clásicos del cine –y no tanto- que no agobian, pues apenas se notan; la explicación del nombre del pueblo y del de cada uno de los doce pubs; los inconfundibles planos detalle dinámicos, ya seña de identidad de Wright; la conversión de cameo en rol protagonista de Martin Freeman (Sherlock, Ali G anda suelto, Trilogía El Hobbit), conforme avanza la trilogía, así como la repetición de otros actores; o los commercial tracks escogidos con muy buen gusto para la ocasión. Pero me temo que son asuntos de otros artículos –no de esta página, y no míos, desde luego-. Lo que de verdad es necesario que tratemos ahora es el principio de la cinta. ¿Qué mejor manera de introducir la película que empezar directamente a hablar de cerveza, hasta llegar a un plano detalle de burbujas de una pinta recién tirada? La cerveza en un flashback que introduce una historia con más cerveza, con la Milla Dorada que intentaron recorrer los cinco amigos veinte años atrás, pero que al final dejan a medias. Para mí, la maestría se encuentra en contarte todo lo que va a pasar, sin que te des cuenta de que va a pasar –atentos a la estrella fugaz del flashback-.
Por último, Wright nos lanza un mensaje muy cercano a la autoayuda, que, aunque no sea muy aficionado, considero que no debemos desoír. Los más repipis de los spoilers –yo soy uno de ellos- pueden dejar de leer hace unas líneas. El mensaje coincide con el final de la película, que a la vez es el principio de un nuevo orden mundial; es el mismo Gary King, que no encaja en nuestra sociedad prediseñada y cuadriculada, el que quiere ese derecho que se le ha negado a pertenecer al mundo. No se queda en intenciones, en lamentos o en lloros, sino que cambia el planeta y lo rediseña a su gusto. Algunos dirán que provocó el apocalipsis, pero lo cierto es que, en la nueva Tierra, el Rey ya no fue un inadaptado nunca más.