El canal de TV por cable HBO (Home Box Office) demostró con Los Soprano y The Wire, obras capitales donde las haya, que el soporte no debe condicionar ni categorizar el producto. Dicho de otro modo: lo que se emite por televisión no es solo televisión. Ambas revolucionaron de raíz el modo de entender la producción de una serie televisiva. Dallas, Melrose Place, o incluso Miami Vice, por poner un par de ejemplo, eran carne de cañón de la pequeña pantalla. Estaban condicionadas por ella. Vivían en ella y el público no rechistaba. Entretenimiento liviano y carente de pretensiones para todo aquel que quisiera evadirse de su trabajo y su rutina, buceando por delirantes aventuras dramáticas o melodramáticas embasadas al vacío en paquetes de cuarenta, cincuenta o sesenta minutos. Fueron los dos primeros títulos mencionados los que rompieron los esquemas de lo que se tenía asumido como producción de una serie para entretenimiento hogareño.
La estructura se dejó enriquecer en ambición y en trascendencia por la televisión. Se comenzó a pensar en grande: las series clásicas tenían en sus filas interpretativas a actores consagrados, en el mejor de los casos, y encasillados, en el peor, de la pantalla cuadrada; en las series modernas se optó por escoger a rostros conocidos y reconocidos del cine. Las clásicas contaban con un equipo de guionistas con tendencia y tino en ensanchar las subtramas de las historias para lograr así la exhibición troceada, por episodios, pero carecían de nexo climático entre las partes. Cada capítulo podía seguirse sin necesidad de haber visionado el anterior. Eran como microcuentos o microrelatos con apariencia de continuidad temática. Las nuevas series de aspiración cinematográfica troceaban cada capítulo con una finalización en el punto álgido del clímax para potenciar el interés y las ansias por saborear el próximo capítulo. Los guiones se conciben como puntos de giros de nobleza cinematográfica; la producción expande horizontes y su logística y diseño aumentan en dificultad y complejidad; los actores profundizan en la psicología de sus personajes y no se limitan a ser puras marionetas que hablan con el piloto automático. Se instaura, por completo, el cine por episodios.
La nueva joya de culto de esta Factoría de las Ideas televisivas es True Detective, que continúa con la estela de aquellas en cuanto a virtuosismo técnico, sabiduría narrativa y pretensión de trascender el mero y vacuo entretenimiento. Desde sus primeros compases, referidos a los dos primeros capítulos de esta primera temporada de ocho, el creador y guionista Nic Pizzolatto no oculta sus referencias y antecedentes: en la memoria de todo buen cinéfilo resuenan con mucha fuerza las obras maestras de thriller criminal de David Fincher: Se7en y Zodiac. De ellas es deudor su potentísimo arranque inicial (no solo del relato sino también de su virtuosa cabecera de títulos de crédito), su puesta en escena eléctrica y absorbente, así como su trama detectivesca riquísima en matices y puntos de giro que convierten en alérgico a lo evidente y lo previsible. El director Cary Fukunaga (Sin nombre, Jane Eyre), como buen maestro orquestal del género, trata a sus personajes como una voz que guía al espectador, vendados sus ojos, en el proceso de resolución de un caso que, capítulo tras capítulo, se enmaraña hasta límites insospechados, ramificándose y vertebrándose hasta la extenuación.
Con ello se consigue una mixtura de multiplicidad óptima, ayudada por su estructura narrativa que avanza, a modo de reconstrucciones y soliloquios, en flashback y flashforward, añadiendo varias capas de fragmentación en el tiempo y el espacio. La primera mitad de la temporada se centra principalmente en la relación personal que nace entre tan equidistantes caracteres, confrontando en continuidad, y el modo en que cada uno valora las situaciones, cuestiona los acontecimientos y estrecha nexos de unión para resolver la intriga criminal.
Cocinada a fuego lento, la serie no presenta prisas ni meandros innecesarios en la descripción de tan complejas personalidades (un padre de familia alcohólico e infiel frente a un perspicaz y sociópata lobo solitario con tendencia a la obsesión y la autodestrucción). Pizzolatto juega a ser un hermano Grimm, o ambos, y construye un engranaje temático servido a partir del rastro de migas de pan que los detectives Rust Cohle (McConaughey) y Martin Hart (Harrelson) persiguen con ahínco y desesperación, no solo para resolver el enigmático caso homicida sino también para reconducir unas vidas abocadas al tormento y la oscuridad existencial. Sobre ello hacen mella la superlativa labor de maquillaje y el camaleónico registro de sus actores, en especial del inefable McConaughey.
Con el devenir de los episodios, el lazo se estrecha de forma inteligente y consecuente, precipitando un apocalipsis personal que da paso a un apocalipsis colectivo, filmado con absoluta elegancia y percutiendo en una fuerte escenografía icónica, rastro de una crónica en clave de repugnancia sobre los abismos de la condición humana. Esta ambición conduce a excelentes resultados formales como el milagroso e inolvidable plano secuencia que cierra el cuarto capítulo, uno de los más relevantes del serial. Una agudeza que mantiene su interés en todo momento y que no decae desde la presentación descarnada del homicidio del primer capítulo, con las consiguientes cartas boca arriba de sus personajes, hasta el agónico monólogo que se larga McConaughey con bata de paciente hospitalario en el octavo y conclusivo episodio.
Decían del texano, reciente ganador del Oscar y Globo de Oro al mejor actor por Dallas Buyers Club, que esta serie podría ser su puente de consagración y lucimiento para optar a dichos premios que finalmente se llevó a casa. Pocas veces se puede dar fe de un verdadero renacimiento en la carrera de un intérprete. Algo que también le ocurrirá al formato de la serie, concebido para que dos estrellas diferentes protagonicen una nueva intriga en cada temporada. El tiempo, a corto plazo, dirá si las trayectorias de ambos continúan siendo tan meteóricas como, a día de hoy, ya se apuntan con unanimidad.