Simbología como catarsis

En el mundo y en su historia se han atribuido características y especificaciones propias a objetos que simplemente pasaban ante nuestros ojos como algo inerte y, en la mayoría de los casos, sin ningún tipo de utilidad. Objetos, palabras o actos que eran forjados de manera casi indirecta, y cuya finalidad termina siendo muchísimo más importante de lo que, a simple vista, hacía presagiar su aspecto.

El mantenimiento de estos, se torna en muchas ocasiones como un quebradero de cabeza y acelera la exasperación de ciertos personajes por su autoría o poder, tornándolos, en ocasiones, totalmente locos y ansiosos ante estos, o el poder que conllevan para consigo mismos o con el resto del mundo.

Dicha locura, autoría, o ansia de estos, involucra en ocasiones a más de un perseguidor, por lo que las consecuencias de la búsqueda de los mismos termina siendo un trabajo indescriptiblemente duro, y el canal principal por el que se justifican las causas para masacres, guerras, travesías, epopeyas, angustias y dramas; así como alegrías.

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Pero la riqueza del objeto, posea o no poder, en la mayoría de los casos termina siendo el simbolismo, la naturaleza que nosotros les queremos atribuir; ya sea por la necesidad que estos nos provoquen, o las que tengamos fuera de los mismos; y esto los convierte en los mejores inventos que jamás se hayan creado, albergadores de esperanza, de ánimo y de catarsis ante las dificultades variopintas que se puedan poseer sin la existencia de los mismos. Algo así, como lo que necesitamos en cada instante para seguir adelante.

Pero… ¿Dónde entra el cine en todo esto?

En el punto de la mitificación de lo cotidiano; de la creación de esa simbología a objetos, actos o estados que son normales y corrientes. El celuloide los transforma, los aumenta de poder y los sumerge en un torrente de posibilidades, del que salen las mayores posibilidades que algo inerte haya podido tener. Eleva al punto más álgido de la cúspide a las causas y las consecuencias que posean éstos, y atesoran una variedad indescriptible de seguidores y poseedores que atisban con ellos posibilidades que se les tornaban imposibles anteriormente.

El cine nos transporta a la ideología que se le da a cada cual, y nos obsequia con el primer plano de dicho poder para cada ocasión, creando en nosotros unos testigos de estos objetos, y plantando la semilla de la creencia de la existencia hacia, o en un lugar, en el que estos nos puedan ataviar con las fuerzas y posibilidades necesarias para que la dificultad de nuestras metas quede reducida al tamaño de un grano de arena.

Y ahí tiene mucho que ver la fe, la necesidad y la exasperación que se posea ante estos simbolismos y ante esas dificultades; pues el ser humano, desde que la razón del mismo le permite pensar con claridad, vanagloria lo magnífico y teme lo malvado, y es ahí donde sus posibilidades de creencia y ansia se vuelven mayúsculas, posibles, ante la necesidad, ganas, o simplemente gusto de poseer ese símbolo que ata mentes cuerdas y ejecuta ritmos desenfrenados en los pensamientos; ese símbolo que le otorga libertad, poder, felicidad, o le pone delante de las narices la puerta final que tanto deseo tiene por cruzar.

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Si pensamos en estos objetos en sí, a la mente se nos viene en seguida la peonza de Origen (Christopher Nolan, 2010) La peonza que informa si estás en la realidad, o estás en el sueño; si te encuentras en una irrealidad tan tangible y tan perfectamente recreada que verdaderamente no sabes dónde te encuentras. Pero más que la afirmación que la peonza tiene para con la historia, con la verdad dentro de Inception la trascendencia se requiere en el hecho de la importancia que se le otorga al giro o no que ésta tenga. Hasta el mismo Nolan lo comentó en su momento:

«Lo importante de la peonza, emocionalmente, no es que gire o que deje de girar, sino que deja de mirarla. Que no le importa».

Es decir, no importa absolutamente nada lo que haga la peonza; él está donde quiere, y el hecho intrínseco, la verdad y la simbología que esta posee se desvanece en una última escena abierta al pensamiento, en la que, una simple peonza de juegos, ya no tiene relevancia, ni para un personaje principal, ni para el dichoso que ha disfrutado de lo que este objeto entrañaba a lo largo de la película.

Otro ejemplo es La estatua de la Libertad, originalmente La Libertad iluminando al mundo, un regalo de los franceses a los estadounidenses en 1886 que sirvió como faro y de noventa y tres metros de altura. Es eso, una estatua, un regalo entre países con el fin de la cordialidad entre estos; pero llevado al cine tiene otro significado: en El planeta de los Simios (Franklin J. Schaffner, 1968) y sus respectivos –y a veces insulsos- remakes, se nos muestra La estatua de la Libertad, y la consecución de la ansiada búsqueda de la verdad por parte del protagonista. Éste, George Taylor, creía estar en un planeta habitado por simios inteligentes y que eran superiores a los humanos…hasta que encontró la estatua. En ese instante, comprendió que jamás había viajado hasta otro planeta; si no que siempre había estado en la Tierra, y que era esta la que ahora se encontraba habitada por esos seres tan superiores.

En este caso, encontró desolación, y bajó a la realidad que tanto creía vivir, pero sin la verdad completa. El viaje en el tiempo y la redención ante los simios es la verdadera realidad; y esa realidad le hizo hincar las rodillas sobre la arena de la playa, ante una estatua que, era simplemente eso, una estatua; pero que quería decir mucho más.

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También surge V de Vendetta (James McTeigue, 2006), donde nos encontramos el que posiblemente sea uno de los símbolos que más han translucido a la realidad. La máscara que interpreta a Guy Fawkes, se mantiene como la rebelión y la otra cara de la moneda por, y contra el gobierno que mantiene el momento. La máscara es mundialmente conocida, y se mantiene como un reflejo de revolución ante el derrocamiento del que ostenta el poder en el momento; y que, sobre todo, no tiene el apoyo del pueblo.

Aunque no todos los ejemplos son de categoría tan “visible”. En Leaving Las Vegas (Mike Figgis, 1995), Nicolas Cage recibe de Elisabeth Shue una petaca. Este envase para el mantenimiento del líquido dentro de sí, no tiene nada más que lo pueda describir mejor que eso: envase. Sin más, una pequeña botella que se puede guardar y mantener en cualquier lado, y con la que se puede llevar bebida a cualquier sitio. Ahora bien, el regalo en sí, el hecho de que Shue le regale a Nicolas Cage, un hombre alcohólico, que pretende beber hasta la muerte, una petaca, ostenta muchas manifestaciones con el amor como telón de fondo. Regalar esa petaca, ese envase que guardará una de las tantas bebidas alcohólicas que este hombre toma, simboliza la confianza y el placer que siente ella por no cambiarle; que simplemente quiere estar con él. Ese envase guarda amor, simpatía hacia el otro, y un deseo de estar con él sobre el cual, ni un problema como el alcoholismo, parece conseguir separar.

Hay muchísimos más símbolos entre el celuloide, y muchos que seguramente sean mejores que los ejemplos que aquí he insertado. El caso es que, definitivamente, el simbolismo y la interacción con objetos, gestos o cualquier tipo de manifestación de lo cotidiano que lo inerte promete, se nos manifiesta con la verdadera importancia que algo tiene o la que a ese algo se le da; y nos mantiene alertas ante el anhelo y las ansias de poseerlo. Puede no ser nada, o puede serlo todo; pero un ideal, un símbolo, o una manifestación que se haga sobre algo, es importante para la consecución del conjunto y la llegada a la meta; prometiéndonos ser propios, leales, y coexistentes.

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Pero ya lo dijo V (más o menos): «Los símbolos tienen el valor que les da la gente, por sí solo un símbolo no significa nada»

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