Se esperaba con ansias el regreso tras las cámaras de Vincenzo Natali. El director de origen canadiense se ha convertido en uno de los grandes nombres propios en lo que se refiere al cine independiente de ciencia ficción en las últimas décadas. Prueba significativa de ello resulta su obra de culto Cube y su no menos destaca cinta de espionaje minimalista Cypher. Bien es cierto que su última película, Splice: Experimento Mortal, dejó atolondrados a propios y extraños por su imaginería visual y sus deslumbrantes efectos especiales. Pero, no obstante, el conjunto mostraba un acabado puntualmente frío y distante, algo que forma parte intrínseca del estilo atmosférico de Natali pero no que acabó de cuajar entre la crítica en este caso.
Así pues, el realizador vuelve renovado y versatilizado con Haunter, una cinta de terror correspondiente a casas encantadas cuyo libreto firma, de nuevo, Brian King, confeso admirador de Hitchcock y con quien ya compartiera labores en la renombrada Cypher, protagonizada por Jeremy Northam y Lucy Liu. Como bien se puede esperar en un director como él, los mecanismos de su aparato de ficción están confeccionados a través de los recursos sensitivos de sus siniestros y claroscuros espacios. Así mismo, suele acudir a la sensación de dificultad artesanal para promover esa letanía de la congoja. Claustrofobia, nausea o desorientación son registros aplicables a sus películas, dada su tendencia autoral al enrarecimientos espacial y la extrañeza de sus propuestas.
En el caso de Haunter, el guión de King aborda el terror desde una perspectiva sobrenatural un tanto añeja y deslavazada. Se sumerge en un intento de conexión ancestral entre el horror de las pulsiones cotidianas con el mismo de índole paranormal o mortuoria. En ese cruce que pretende conectar las características de lo real y lo fantástico, a Natali se le va la mano en sus requerimientos visuales. La línea que funde, y que más tarde debería diferenciar, ambos universos está explicada con cierta pereza narrativa y reiteración actancial que tan solo por su insistencia acabará cobrando sentido, recurso no del todo ilícito en el género tratado.
La artesanía, antes mencionada, a la hora de construir las sensaciones que caracterizan al terror, que en este caso se retrotrae más bien a la mera intriga, se diluyen tras el primer tercio de película, donde Natali recurre a la sobrecarga de ornamentos, simulaciones y despistes visuales que tan solo complementan pero que no penetran ni dejan poso. Como ya hiciera James Wan en sus dos volúmenes de Insidious, la náusea por aterrorizar proviene en unos casos de la sugerencia –cuando mejor funciona- y en otros desde lo explícito, atendiendo a un catálogo de proteínas visuales de categoría B repleto de trompetazos de luces incandescentes, nieblas espesas y visitación a la época freak del estilo Creepshow más perezoso y agónico.
Las referencias en Haunter lacran su particular recorrido, especialmente a la hora de dar protagonismo principal a una joven adolescente, interpretada por Abigail Breslin (Pequeña Miss Sunshine, La decisión de Anne), cuyo registro no resulta agradable ni armonioso para propugnar su identificación y empatía. La actriz, con un perpetuo gesto de estreñimiento, no parece cuajar una mala interpretación: más bien una pérdida de rumbo ante la dificultad, o simplemente incapacidad, de unir los sucesos que acontecen en un relato que se sigue con un interés limitado pero que finalmente no acaba de interesar demasiado. El esteticismo de Natali continua siendo fiel a sí mismo, pero los cimientos de esta casa hacen aguas por muchos flancos, al igual que su guión. Consecuencia de jugar con bucles espectrales es que, finalmente, nadie sabe cómo volver a la casilla de salida ni entender qué ha ocurrido en medio.