El último Boy Scout (Tony Scott) fue la primera película de Bruce Willis que vi. Estaba con un amigo de esos que se van de nuestras vidas tan rápido como llegan y del que ni siquiera recuerdo el nombre. Éramos un par de niñatos viendo a uno de los más recordados arquetipos de la masculinidad cultivada por Hollywood durante los 90, muy distante de los vampiros vegetarianos y de la actuales estrellas adolescentes con rostros de muñeca Nenuco.
Ahí nos hallábamos, con Willis haciendo de Joe Hallenbeck, un detective privado a quien la vida no se cansa de dar golpes, despertando en su coche con una rata muerta en su regazo, soportando una de esas resacas antológicas que todos hemos tenido, recibiendo la llamada telefónica de Mike Mattheus, su socio (interpretado por Bruce McGill), ofreciéndole un trabajo muy bien pagado, volviendo a su casa para sacarse del cuerpo los restos de la cogorza.
Pero este no es el comienzo de la película. Las primeras escenas nos sitúan en el tiempo de descanso de un partido de fútbol americano. El equipo de Los Ángeles se halla muy por debajo en el marcador cuando Billy Cole, su capitán, recibe una llamada en la que se le hace una amenaza directa: o gana o muere. Lo que vemos después es al jugador volviendo al campo de juego completamente drogado; el partido se reinicia y aunque alguien le lanza la pelota, él prefiere sacar una pistola que lleva escondida, disparar a unos rivales y suicidarse.
Lo que espera a Joe Hallenbeck en su casa no es agradable: descubre que su esposa se acuesta con su socio y ve cómo éste muere víctima de una bomba colocada en su coche por motivos que se sabrán después. Pero una vez que se presenta la policía y el diálogo transcurre entre nuestro protagonista y su esposa Sarah (Chelsea Field), tiene lugar una escena que retrata el desencanto general en el que vive: en mitad de la discusión que inician a causa de la infidelidad descubierta, ella le grita “¡me sentía sola!”; él, haciendo uso de su implacable sentido del sarcasmo, la mira a los ojos y responde: “compra un perro”. Memorable.
En paralelo, las circunstancias del trabajo ofrecido por el ya fallecido Mattheus a Hallenbeck sitúan a este último en una línea de investigación incómoda, especialmente para los políticos y dirigentes de clubes que se benefician con la corrupción en el sector y que, por supuesto, son las mismas personas que están detrás de las amenazas que provocaron el suicidio de Billy Cole. En el intertanto, nuestro protagonista conoce a Jimmy Dix (Damon Wayans), una estrella del fútbol en retiro forzoso a causa de su adicción a la cocaína, que ha perdido a su novia (una jovencísima Halle Berry) a manos de la misma gente. Juntos repartirán ostias a quienes se les crucen y se cargarán a una buena cantidad de mafiosos.
He leído y escuchado muchas críticas negativas en torno este clásico de Tony Scott, director muerto en 2012 cuyo currículum incluye Top Gun, True Romance y la estupenda Spy Game. Que el guión no ofrece nada, que el personaje de Willis es misógino, que se trata sólo de golpes y disparos. En fin. Puede que tengan razón; puede que se trate de un trabajo predecible o mediocre, incluso en el contexto de un género que constantemente soporta kilos de menosprecio academicista. Sin embargo, es innegable que con sus defectos es una película sólida y entretenida, algo que no todos los realizadores pueden conseguir.
Scott dibuja a un protagonista memorable que, por la misma razón, marcó los papeles de Willis durante una buena parte de la década de los 90: un hombre amargado, relegado a un trabajo de mierda por haber defendido a una inocente frente al abuso del poder, padre de una hija que lo desprecia, inmerso en un matrimonio moribundo, dueño de un agudo sentido del sarcasmo que sólo le trae problemas. Es un antihéroe al que más de alguno de nosotros ha robado el estilo y la contención cuando, soportando la mala suerte, ha tenido que esconder el dolor, mirar a la cara de alguien y decir “compra un perro”.
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