«Nunca lo entenderás. Solo escúchame» dice mirándonos fijamente a los ojos Andrea Berntzen al arrancar ‘Utoya, 22 de julio’ de Erik Poppe.
Pronto pasaremos a descubrir que esa apelación al espectador forma parte realmente de una conversación telefónica entre la protagonista y su madre, pero no importa, el eje discursivo de la película ya está establecido: el tiroteo llevado a cabo por Anders Behring Breivik el 22 de julio en Utoya no puede explicarse, tan solo evitar que caiga en el olvido.
Por eso, lo único que el cine puede hacer – o a esa conclusión parecen haber llegado sus creadores – es realizar una (re)presentación aséptica y vivencial de la experiencia de lo ocurrido, otorgando todo el valor a su capacidad para hacernos vivirlo casi en primera persona, pues el recuerdo se mantiene con mayor firmeza cuando uno forma parte de aquello que debe ser recordado.
Una aproximación legítima, sin duda, pero que, más allá de lo acertada que pueda ser esta perspectiva, la sensación final es la de cierta oportunidad perdida, ya que, habiendo dejado de lado el análisis de su trasfondo (entender no solo cómo Breivik fue capaz de llevar a cabo esta atrocidad sino también cómo es posible que esté resurgiendo con tanta fuerza la extrema derecha en el mundo actual), la película tampoco consigue funcionar del todo en el plano narrativo.
Empezaremos por analizar esto último.
La comparación como forma de análisis
Para realizar este tipo de análisis lo más clarificador suele ser realizar una comparativa que nos permita poner el pie en una forma de abordar un problema similar de una manera totalmente distinta.
En un principio vienen a la cabeza la película de Netflix sobre estos mismos acontecimientos ’22 de Julio’ (2018, Peter Greengrass’), que resulta mucho más ambiciosa en lo especultativo pero mucho más mediocre en lo formal, o incluso las muy superiores ‘Elephant’ (2003, Gus van Sant) o ‘Polytechnique’ (2009, Denis Villeneuve), donde se abordan dos asaltos armados a universidades norteamericanas.
En todas ellas, sin embargo, se adopta un enfoque claramente diferente al que nos presenta ‘Utoya 22 de julio’, ya que introduce de forma constante la perspectiva del asaltante. Dado que en el film de Poppe esa amenaza se plantea como una amenaza invisible que apenas se deja vislumbrar como una figura de fondo en un par de ocasiones, recurrir a estos referentes podría hacernos pensar que la carencia viene por obviar esa ‘morbosa’ perspectiva (algo que, no obstante, dejaremos para el epílogo de esta crítica), ya que este posicionamiento no responde a una dedicisión de desarrollo narrativa sino de contenido mismo, tal y como marca ese «Nunca lo entenderás» inicial y que pretende eliminar por completo el foco del asaltante para centrarse en las víctimas.
Por eso, aunque sean películas de dos mundos completamente distintos (una de cine bélico y otra de drama), desde el punto de vista narrativo una de las comparaciones que me parecen más enriquecedoras es enfrentarla con el icónico desembarco de Normandía de ‘Salvar al soldado Ryan’ (1998, Steven Spielberg), donde, al igual que en el caso de ‘Utoya 22 de julio’, se cuenta la situación real (con el respeto que ello conlleva) un grupo de personas se encuentran enfrentadas a una amenaza cuyo rostro nunca llega a aparecer.
El uso del plano secuencia
El primer elemento de comparación es, sin duda, el más evidente: la decisión formal por parte de Poppe de rodar todo el asalto en un único plano secuencia, algo que acaba hipotecando a la película y entorpeciendo su desarrollo.
Cabe pensar que esta decisión responde no a una campaña exclusivamente de marketing – pues a día de hoy la película rodada en un único plano ha perdido su novedad y su frescura tras hitos recientes como Birdman (2014, Alejandro G. Iñarritu), El Arca Rusa (2002, Aleksandr Sokurov), ‘Hablar’ (2015, Joaquín Oristrell) o Victoria (2015, Sebastian Schipper) – sino a una búsqueda real de un realismo absoluto que permita que el espectador se sumerja por completo dentro de la propia historia y que, al mismo tiempo, evite que las «trampas» del montaje empañen el respeto al hecho representado.
Sin embargo, si vamos a la escena del film de Spielberg vemos que ninguna de esas razones son suficientes para tomar esa decisión, pues en ella esos objetivos se consiguen plenamente sin caer en la necesaria artificiosidad del plano secuencia, que acaba obligando al espectador a seguir a un personaje en una trama que le aleja del verdadero tema de la película al mismo tiempo que la llena de tiempos muertos que interrumpen frecuentemente el interés del espectador.
En la escena de ‘Salvar al soldado Ryan’, por el contrario, nos introducimos de lleno en la batalla, cayéndonos con los personajes al agua, intentando salir de ella, esquivando las balas, viviendo sus nervios…
El uso de desencuadres (los planos oblículos desde el suelo) o el uso de la primera persona en ese intento por salir del agua como si nosotros mismos estuviésemos luchando por no ahogarnos hacen que esa sensación de estar dentro de la historia se transmita de una forma mucho más veraz y cercana a través de la maleabilidad del montaje que a través del esforzado plano secuencia, donde, de hecho, uno se pregunta con cierta frecuencia hasta qué punto esa cámara está dentro de la narración o no.
Uno de los ejemplos más claros de este último punto es el momento en el que el primer grupo de estudiantes se agazapa tras la raíces de un árbol, donde inicialmente uno siente que la cámara está dentro de la narración, pues se tira al suelo y mira alrededor como lo haría uno de sus personajes asomándose con miedo, pero donde acto seguido se va colocando en posiciones que permitan mostrar lo que ocurre (la lesión en la pierna de uno de sus personajes o el intento de uso del móvil por parte de otro).
Esta libertad entre el plano subjetivo y el plano objetivo también existe dentro de ‘Salvar al soldado Ryan’ y nos permite introducirnos por completo en la acción, pero, a diferencia de ésta, en ‘Utoya 22 de julio’ esos saltos de ambas perspectivas resultan artificiales y desconcertantes precisamente por su continuidad.
De hecho, es en los momentos en los que parece adoptar el plano subjetivo, cuando realmente la película alcanza su mayor capacidad expresiva, por lo que cabe preguntarse qué habría pasado si, siguiendo su propio planteamiento del plano secuendo, se hubiesen atrevido incluso a desarrollar al 100% esa perspectiva sin caer ni en la espectacularidad de ‘Hardcore Henry’ (2015, Ilja Naischuller) ni en el esoterismo de ‘Enter the void’ (2009, Gaspar Noé).
La protagonista única y la amenaza abstracta
Entre liberarse de la continuidad mediante el uso del montaje y convertir a la cámara en un personaje subjetivo que le dé una razón de ser al plano secuencia, lo que decide Poppe es tomar la calle de en medio: hacer que la cámara dé seguimiento a una única protagonista interpretada por una maravillosa e impecable Andrea Berntzen.
No obstante, esa grandísima actuación que mantiene la película a flote durante sus 90 minutos no permite cubrir la carencia que supone su mezcla con la decisión del plano secuencia, ya que esto obliga al director a, por una parte, forzar que el personaje se mueva por todos los espacios para dar una visión global al espectador haciendo que no se entienda muy bien por qué va a donde va en cada momento teniendo que forzar una innecesaria trama familiar que sirva de hilo conductor.
Por otra parte, hacer que la amenaza nunca termine de percibirse como una amenaza real sino como un mero escenario donde lo único que se percibe casi todo el rato es a gente corriendo y el sonido de algunos disparos de fondo, pero donde nunca sentimos la pérdida de cerca.
El caso contrario ocurre con la película de Spielberg, donde el protagonista es el grupo en su totalidad (a pesar de la presencia recurrente de Tom Hanks), lo que nos permite introducirnos sin ningún tipo de fricción en las distintas situaciones sin forzarlo.
Además, hace que cada plano pueda tener una razón de ser completamente inesperada, ya que el primer plano de un hombre intentando bajar de la barca rápidamente puede convertirse en la escena de un soldado fallecido por un disparo en la cabeza, o aquella en la que un Tom Hanks poniendo a cubierto a un compañero puede devenir en el infructuoso intento de salvar únicamente un tronco humano inerte.
La amenaza, por lo tanto, pasa a percibirse como una amenaza real a pesar de no verle nunca el rostro, precisamente porque sentimos sus efectos en nuestras carnes al empatizar con un personaje que no sabemos que tiene los segundos contados (que es, justamente, lo que engrandeció, por ejemplo, a ‘Juego de tronos’).
Por supuesto, y para que esta postura no se confunda con un posible morbo, esto no pasa necesariamente por mostrar escenas tan extremas como las de ‘Salvar al soldado Ryan’ sino por introducirnos en el drama de los que sí que tuvieron la amenaza cerca, pues para cuando Poppe se atreve a hacer algo de este estilo ya es demasiado tarde como para remediarlo.
Conclusión: virtuosismo fallido
Estas tres decisiones (el plano secuencia, el protagonista único y la amenaza abstracta) hacen que, al coincidir, el resultado de la película se termine resintiendo, pues aquel realismo extra que pueden conseguir con todos ellos tan solo desemboca en tiempos muertos, recorridos forzados y conversaciones inanes entre personajes que, si bien podrían tener lugar en la realidad, apenas poseen interés narrativo o cinematográfico.
Esto, no obstante, no convierte a ‘Utoya, 22 de julio’ en una mala película ni mucho menos, pero sí en una película fallida cuyo verdadero interés está en su propia existencia como recuerdo extremadamente respetuoso de lo sucedido, pero cuyo mayor valor cinematográfico se encuentra en su esfuerzo técnico, lo cual palidece ante el entorpecimiento que supone para su expresividad narrativa.
Epílogo: correr entre los árboles
Durante casi todo el metraje, Kaja corre entre los árboles de un gran bosque que no entendemos y del que solo tenemos la perspectiva de la multitud de troncos, árboles y raíces que pasan ante nuestros ojos durante la carrera. Sin embargo, nunca conseguimos una vista más amplia de la isla, nunca llegamos a ver el bosque en su totalidad, y eso mismo sirve como alegoría del lugar que ocupa (voluntariamente) la película.
Como decíamos al principio, el film no pretende analizar el problema, sino hacernos vivirlo en nuestras carnes (ya sea con más o menos éxito), pero con esa decisión su planteamiento puede acabar funcionando como un árbol que nos distraiga – como suele decirse – a la hora de ver el bosque.
Su aporte resulta demasiado testimonial porque, aun entendiendo la decisión de sus creadores, no podemos olvidar que lo importante no es el qué ocurre sino el por qué ocurre, y eso es lo que, tristemente, parece negarse a explicar e incluso a insinuar – como decíamos al principio – que es inexplicable.
Ideologías extremistas
Así, al introducirnos en una historia de un asalto terrorista motivado por una ideología reaccionaria de extrema derecha donde el propio asaltante queda reducido a una silueta de fondo, esto puede hacernos pensar que la principal forma de manifestarse que tiene este tipo de ideología es a través de la violencia y el terrorismo, es decir, a través de acciones individuales que, como anuncia la película, probablemente nunca lleguemos a entender.
Por desgracia, el actual problema con la extrema derecha a nivel mundial no se limita únicamente a ese tipo de manifestaciones violentas, puntuales y repentinas, sino que responde a un proceso de reconfiguración social que cada vez parece más dispuesta a crear barreras identitarias y a justificar el incumplimiento de los derechos humanos (véase, por ejemplo, el imprescindible documental ‘Invierno en Europa’ (2018, Polo Menárguez) sobre el tratamiento de los refugiados, o léase el estupendo libro de Guillermo Fernández-Vázquez «Qué hacer con la extrema derecha en Europa» (Akal, 2019)).
Sin querer defender en absoluto que este tipo de acontecimientos deban caer en el olvido, debemos asumir que nuestra tarea más urgente no es mostrar la manifestación de la extrema derecha a través de la violencia, sino su reaparición institucional y su auge como fuerza democrática, esto es, elegida por el pueblo; sobre todo porque ese pueblo que vota a ese tipo de fuerzas estaría tan de acuerdo en condenar estos atentados como en perpetrar la ideología que los generó.
Guillermo Fernández-Vázquez nos da una pista maravillosa cuando analiza el auge del ‘Frente Nacional’ francés en el libro mencionado más arriba:
«Si las formaciones nacionalistas e identitarias han logrado llegar hasta donde están es precisamente por no haber sido solo (o por haber dejado de ser) fuerzas políticas meramente antiestablishment o contestarias. Todos estos partidos se han lanzado en los últimos años a conquistar un sentido común que antes les estaba completamente vedado (y que además ellos rechazaban). (…) Con estas incursiones en el campo simbólico progresista, la nueva extrema derecha ha querido que muchos votantes desencantados de una izquierda a menudo en el poder (y aplicando medidas de austeridad), pudiera decir: «la ultraderecha de hoy es como la izquierda de antes».»
El problema es grave y mucho más complejo que la condena de unos atentados, pues como dice el personaje de un representante de la extrema derecha en ’22 de Julio’, película dirigida por Peter Greengras sobre estos mismos acontecimientos para Netflix:
«La extrema derecha o la derecha alternativa, pueden llamarnos como quieran, somos tremendamente serios en nuestra voluntad por tomar el poder, por cambiar la sociedad completamente. Y los actos violentos de un solo hombre no nos van a ayudar a conseguir ese objetivo.».
Por eso, aunque es necesario recordar (y eso ‘Utoya. 22 de Julio’ lo consigue con éxito), no podemos permitir que el recuerdo nos haga perder el foco, pues entender el bosque para evitar que se expanda es mucho más urgente que correr entre sus árboles.