El nacimiento del cine siempre estuvo ligado al intento por capturar un instante específico, ya fuese el movimiento de un caballo a la carrera, la llegada de un tren a La Ciotat o la salida de los obreros de una fábrica. Con el tiempo – y de ello es ‘Boyhood’ una de sus pruebas más palpables, el propio cine se dio cuenta de que, como en las aporías de Zenón de Elea, los instantes o bien son fugaces por infinitamente indivisibles o bien son eternos y carecen de todadivisión, pues los límites que hay entre ellos – como le dice Mason Sr. (Ethan Hawke) a Mason Jr. (Ellar Colrane) mientras juegan a los bolos – no existen más que en nuestro deseo por volvernos las cosas más sencillas. Si bien es cierto que tanto la vida como la muerte parecen ser cotas legítimas a cualquier lapso de tiempo, no es éste, sin embargo, un acotamiento menos tramposo, ya que el intento de reducir la narración a un solo individuo sigue siendo una forma de simplificar cualquier discurso, de allanarnos el camino; lo que nuestra mirada descubre siempre a su alrededor no son compartimentos estancos sino un eterno fluir, un instante que no acaba y que sólo es capaz de consumirse en su propio devenir, pues incluso del árbol muerto caen frutos que dan lugar a nuevas vidas y de cada caudal extinto surgen nuevas corrientes en los ríos colindantes.
Esa indefinición del instante se ve mejor que nunca en este ‘Boyhood’ con el que nos deleita (una vez más) Richard Linklater. La película se ocupa de narrar los 12 años comprendidos entre la edad de los 6 y los 18, es decir, desde la más tierna infancia de Mason Jr. hasta su entrada en la universidad. Con ello se abarca un ciclo que es, sin duda, clave en la vida de cualquiera, pues es donde empezamos a conformar ese ‘yo’ en el que poco a poco nos iremos convirtiendo; sin embargo, la película se encarga de mostrarnos que no hay un antes y un después palpables, no hay una evolución completa en el personaje, un arco argumental que nos lleve desde un problema hasta su catarsis, sino tan sólo un constante ir hacia adelante, una conexión de puntos donde la única jerarquía posible es la cronológica. Si bien dicha premisa de continuidad se refleja en ese guión escrito año a año y mano a mano entre actores y director y en el que nada es excesivamente dramático ni nada supone un giro inesperado sino tan sólo un poso sobre el que apoyar el pie para el siguiente salto, lo que realmente empuja al espectador hacia ese inagotable devenir es su maravilloso montaje continuo, donde no hay ningún elemento que cumpla la morbosa función de marcar el paso del tiempo sino que nos empuja al siguiente estadio sin fundidos ni intertítulos, tan sólo con la delicadeza y la inmediatez de un cambio de plano, donde lo mismo da que la elipsis sea de 1 año o de 5 minutos. Como ocurre en la vida real, el tiempo de la película es medido por el contexto (no por cortes explícitos) y, por supuesto, por la palpable evolución física del protagonista, de su hermana (Lorelei Linklater, hija del director) e incluso de su madre – interpretada de forma memorable por una cambiante Patricia Arquette. Con todo ello vemos que los cortes de guillotina temporales son en realidad ficciones hechas en retrospectiva, pues lo único verdaderamente real es la continua reestructuración de los elementos a pesar de su aparente interrupción, como ocurre con ese ‘The Black Album’ de The Beatles con el que Mason Sr. intenta reunir de nuevo al grupo mediante la unión de sus trayectorias en solitario.
Todo ello contribuye a que a pesar de sus 170 minutos de duración y de la falta de una trama clara, el film no resulte largo ni cargante en ningún momento, sino al contrario: la suave cadencia a la que cuidadosamente nos ha acostumbrado Linklater durante todo el metraje convierte al corte final en algo inesperado, molesto y casi inoportuno, pues lo único que uno desea es seguir presenciando cómo la vida se despliega continuamente ante sus ojos, sin que un antes o un después puedan tomarse como determinantes. A pesar de lo que su nombre indica, ‘Boyhood’ no es una película sobre la infancia – como sí que pudo serlo ‘El árbol de la vida’ (Terrence Malick, 2011); en ella no hay una idealización ni una crítica del momento vital en el que centra, sino un mero retrato de la vida en general que, casi por azar, dura esos 12 años, pero que bien podría haberse alargado hasta los 100 o reducirse hasta los 5. He aquí justamente donde la película eleva sus alas por encima de la mayoría de los retratos generacionales narrados con la ayuda del celuloide, pues a pesar de servirse de algunos tópicos desperdigados por su narración (como los padrastros borrachos o la madre luchadora enfrentada al padre inmaduro) hay en ella algo que complementa y supera a la cohesión interna o a la identificación del espectador con los personajes: más allá de la verosimilitud y la empatía exigible a cualquier película lo que en ella encontramos es una profunda y sincera veracidad, pues del mismo modo que toda la atención de las memorables ‘Antes del atardecer’ (2004) y ‘Antes del anochecer’ (2013) se centraba en lo que mostraban los comportamientos de los protagonistas y no en lo que sus constantes palabras decían, aquello que caracteriza a ‘Boyhood’ es su capacidad para sobrepasar su narración e, incluso, esa época – tanto histórica como vital – que ella misma retrata. Así, a pesar de los guiños específicos a ciertos momentos sociales (los iPod o la era Obama) y a los dilemas característicos de la edad retratada en cada momento, su mensaje cala hondo en el impermeable suelo de la representación del tiempo y de la vida en sí, los cuales se despliegan a lo largo y ancho de todo el metraje orientándonos hacia esa extraña, ansiada y desconocida comprensión en cuya dirección todos nos dirigimos pero hacia la cual ninguna estrella polar parece capaz de guiarnos. Incluso esa reflexión final que puede parecer una especie de conclusión del film se ofrece a una libre lectura, pues si bien uno es libre de interpretarla como una burda forma de cerrar el film con la verbalización de su posible conclusión – a saber, que “no somos nosotros quienes atrapamos el momento, sino el momento el que nos atrapa a nosotros” – también puede estar haciendo referencia a esa nueva situación vital que significa el salto de la adolescencia a la juventud (y más aún si conlleva la llegada a la universidad) en la que todos nos creemos capaces de decir las frases más trascendentes de la historia como si nadie las hubiera dicho antes, como si – llevados por la inevitable prepotencia de la edad – por fin se hubiese entendido de qué va todo esto.
En este sentido, la afirmación de Carlos F. Heredero de que la película “no se ocupa de lo trascendente sino de lo transitorio”1 da justo en la diana, ya que lo que vemos en ‘Boyhood’ son el tiempo y la vida mismos desplegándose, como si su mero visionado pudiera ser la respuesta más acertada a la pregunta de qué es el tiempo que lanzaba San Agustín y a la cual se respondía “si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”2. Así, si bien el mejor retrato sobre la fascinación de estar vivos seguirá siendo la esotérica ‘El árbol de la vida’, lo que ‘Boyhood’ logra es afrontar el tiempo desde la perspectiva de lo cotidiano, transformando su visionado en una experiencia deliciosa e inagotable, carente prácticamente de cualquier reproche (ahí está, no obstante, la forzada reaparición del chicano), y en la que se palpa todo el tiempo esa misma honestidad apabullante que ensalzaba Mason Sr. del ‘Hate it here’ de Wilco y que caracteriza a casi todas las canciones de ese hombre sabio llamado Guy Clark, como la que él mismo canta el día de la acampada. Por todo ello, podemos decir que es éste un film tan cálido, sincero, amable y veraz como un abrazo de ésos que, en vez de buscar nuestra espalda para palmetearnos, lo hacen para llevar nuestro pecho hasta los límites del cuerpo ajeno, uno de ésos en los que sólo podemos encontrar alivio y comprensión, un abrazo, en definitiva, del que todos desearíamos que durase tanto como la fugaz eternidad que dura hasta el más nimio instante.
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