La tercera temporada de ‘Westworld’ constituye un horror sin paliativos, de lo peor que han visto estos ojos en mucho tiempo, y mira que durante este largo confinamiento la cantidad de basura disponible ha crecido exponencialmente.
Si los perpetradores de este bodrio paquidérmico tuvieron en algún momento remotísimo el prurito de hacer una reflexión —por tosca que ésta fuera— acerca de la naturaleza humana, aquí lo han logrado, eso sí de manera bastante alegórica.
Me temo que totalmente involuntaria también; e inconsciente, de hecho. La conclusión: sólo el hombre es capaz de un despilfarro de recursos tan obsceno como el de esta serie. En reelaboración de la célebre máxima hobbesiana, homo orbi lupus. Me extraña que el planeta no nos haya dado la patada aún, poco le debe de quedar.
Los males de ‘Westworld’ se manifestaban desde bien pronto, concretamente en su primera entrega, cuando transcurridos un par de episodios, prescindía del desenfado y sentido lúdico del film original, Almas de metal (‘Westworld’, 1973), para darnos la tabarra con los sobados sueños de los androides con ovejas eléctricas, aderezados encima con un ramillete de subterfugios made in J.J. Abrams, ese insufrible trilero manierista.
Para su segunda temporada, la serie pareció recuperar parte del loco espíritu de la serie B que exudaban por cada uno de sus poros —biológicos y sintéticos— los divertidos personajes alumbrados por Michael Crichton hace casi medio siglo.
Se trataba de un desfase survival sin las inflamadas pretensiones precedentes, mucho más satisfactorio, por ende, en términos de entretenimiento, cosa que, a mi juicio, debería suponer el objetivo prioritario de cualquier producto de su pelaje; para experiencias de otro jaez siempre nos quedará Bergman, o Bresson.
Como si el guion hubiera quedado a cargo de Cerebro, el personaje de ‘Animaniacs’ (ídem, 1993-1998) y ‘Pinky y Cerebro‘ (Pinky and the Brain, 1995-1998), aquí todo se reduce a una tonta competición de villanos megalómanos por tratar de conquistar el mundo; claro que, aquéllas presentaban un saludable componente paródico y ‘Westworld’ se toma a sí misma tan en serio que llega incluso a resultar cómica, consecuencia de nuevo ajena a la voluntad de sus responsables.
La reconcentrada interpretación de un Aaron Paul al borde de la implosión se antoja metáfora particularmente ilustrativa a ese respecto. Hay mezclas que funcionan a las mil maravillas —ginebra y tónica, hamburguesa y bacon— y otras que no —cerveza y whisky, pizza y piña—, definitivamente la de grandilocuencia hueca y desganada épica Occupy en que ha degenerado ‘Westworld’ se cuenta entre las segundas.
En fin, apenas nada puede salvarse del estrepitoso naufragio, si acaso la conversión de esa especie de Deep-Web Glovo en contrapoder distópico y media docena de guascas entre las antaño sumisas anfitrionas, hogaño justicieras implacables Dolores y Maeve, pero sólo por lo que tienen de evocación de las películas de ‘Terminator’.
En cuanto al rodaje en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, su uso como plató para cosas de la ralea de ésta o de ‘Tomorrowland: el mundo del mañana’ (Tomorrowland, 2015), fondo para selfies, discoteca de garrulos, o marco inmejorable para el festival indie de turno y sus partícipes ubicuos, supone la enésima prueba de que los ingentes fondos públicos a ella destinados bien podrían haberse dedicado a otros menesteres, por ejemplo a que cientos de chavales no siguieran hoy estudiando en barracones. Despilfarro, decíamos al principio.
Tráiler
¿Pasa el corte?
Overall
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Originalidad
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Fotografía
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Interpretaciones
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Guion
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Edición y montaje
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Banda Sonora
Puntos fuertes
- Los terminatorescos intercambios de guantazos entre Maeve y Dolores
- La (sugerente) utilización de las empresas de reparto a domicilio como arma revolucionaria.