El año cinéfilo ha empezado de maravilla. En cartelera podemos ver propuestas tan interesantes como ‘1917’, ‘Jojo Rabbit’ o ‘El faro’, de la que ahora me ocuparé. La nueva cinta del joven talento Robert Eggers es, como ya lo fue ‘La bruja’, otro tipo de propuesta en el género de terror, basada en generar inquietud de una forma distinta. Una película valiente que no busca lo habitual ni contentar al espectador pasivo, lo cual conlleva un riesgo. Pretende extremar la tensión entre los dos protagonistas que, con la ayuda del alcohol, los lleva a la euforia más absoluta, a la violencia más descarnada y a la demencia más profunda (lo onírico e irreal es importante).
El duelo actoral entre Robert Pattinson y William Dafoe es mayúsculo.
El argumento es sencillo. Dos faroleros van a una isla a ocuparse de un faro (haz de luz en vasta oscuridad) durante una temporada, quedándose aislados (tanto el faro como la isla son equivalentes al hotel de ‘El resplandor’). Esta premisa es el vehículo para mostrar un descenso a la locura más salvaje y primitiva, un relato que se construye perfectamente a través de la intriga.
Igual que le sucedió al personaje de Jack Nickolson en la mencionada obra maestra de Kubrick, asistimos al proceso destructivo del joven ayudante del farero, Ephraim Winslow, encarnado por un fabuloso Robert Pattinson, quien se introduce cada vez más en su locura, la enajenación mental se vuelve gradualmente más pronunciada (la pérdida de la temporalidad o la mezcla entre realidad y fantasía son algunos de los síntomas).
La isla se convierte en un espacio alegórico, una metáfora de la vida, un laberinto o cárcel. Es una oda al aislamiento (el faro se halla en un no-lugar, en ninguna parte), Winslow está aplastado por una figura autoritaria y su libertad queda anulada casi por completo (a través de la violencia tiene la posibilidad de liberarse).
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El talento de Eggers nos traslada a un universo muy particular, que le sirve como medio para explorar los miedos de una forma muy estimulante. La cinta sin apenas diálogo es, además de una alegoría, verdaderamente claustrofóbica. Esto, en la forma, se traduce y refuerza con la imagen reducida, en blanco y negro, rodada en 35 mm, en formato cuatro tercios, la pantalla cuadrada, que encorseta a los dos personajes comprimiéndolos en un espacio mínimo que, a la vez, crea una asfixia e inquietud en el espectador. Cada fotograma es poesía visual, una bella pintura pintada con mimo (algún plano por ejemplo está inspirado en las pinturas de Jean Delville). El aislamiento que padecen los dos personajes también es un encierro cinematográfico. Desentierra la fotografía de algunas cintas del cine expresionista alemán como ‘M, el vampiro de Düsseldorf’ de Fritz Lang o también se hace eco del trabajo de algunos grandes realizadores como Carl Theodor Dreyer, Erich von Stroheim o Victor Sjöstrom (ahora suenan pretéritos).
Es un film que necesita de bastantes visionados para apreciar realmente los elementos simbólicos, mitológicos o religiosos que yacen bajo su superficie. Pueden dar lugar a distintas lecturas. Podemos acercarnos de varias formas: a través de la mitología griega (Proteo y Prometeo), desde la literatura de Herman Melville (Moby Dick tiene mucho que ver), Edgar Allan Poe, Algernon Blackwood, H. P. Lovecraft, Samuel Taylor Coleridge (la película nos lleva desde la intriga a la fantasía, por tanto al horror), Robert Louis Stevenson, la religión cristiana (Thomas, así se llama el farero veterano, según los Evangelios, fue un apóstol caracterizado por su incredulidad y en arameo significa “gemelo”).
Asimismo se puede entender como un estudio sobre el sentido de la inferioridad, la masculinidad tóxica, el deseo, la culpa, la esquizofrenia, el poder, la animalidad inherente en el ser humano, y lo violenta y salvaje que es la naturaleza.
En cualquier caso, es un brillante retrato del aislamiento y la soledad, donde el carácter sexual de su historia (la sirena, los tentáculos, la forma fálica que tiene el faro) o el sonido jugarán un papel fundamental. Tiene secuencias brillantemente esperpénticas en las que lo cotidiano y lo grotesco (muy en la línea de ‘La bruja’) se funden. El espectador sabe que algo misterioso, a pesar de ser intangible, está latente. El terror ancestral vinculado con el folclore, las fábulas y los ritos atávicos. En última instancia, es un óleo sobre la identidad y la fragilidad que hay en ella.