‘Relatos salvajes’ de Daniel Szifrón está siendo uno de los mayores fenómenos del cine argentino, batiendo récords en su país y logrando galardones como el Premio del público en el Festival de San Sebastián. La recepción está siendo inmejorable, pero por eso mismo – como ya hiciéramos con Perdida (David Fincher, 2014) – hemos pedido a dos de nuestros colaboradores: Miguel Ángel Pizarro defenderá el clamor popular de la película, mientras que Diego Rufo intentará buscarle las cosquillas.
A FAVOR:
«La gota que colma el vaso»
«Un recorrido al lado más salvaje y perverso del ser humano. Una experiencia que deleita y atemoriza al mismo tiempo.»
La parte más oscura y despreciable del ser humano es un tema difícil sin caer en tópicos maniqueos a favor o en contra de un héroe, villano, causa social o tiranía. Este género es difícil de sacarlo con genialidad, Quentin Tarantino o Michael Haneke son grandes expertos en estos campos. ‘Relatos salvajes’ llega como una propuesta que se desbanca de estas posibles influencias y se acerca a la crónica negra social mezclada con una alta dosis de humor corrosivo.
Damián Szifrón con su tercer largometraje ha conseguido una serie de perversas fábulas divididas en seis episodios. Ninguno de estos capítulos está relacionado con el que le precede sólo tienen un punto en común: La ira y la venganza se tornan como una explosión liberadora que destruye todo a su paso. La serie ‘Cuentos asombrosos’, cuyo creador es Steven Spielberg, sirve como inspiración de esta original reflexión.
Y es que, pese a ser seis filmes en uno, Szifrón los encadena acertadamente. Nada más abrirse el telón se muestra un primer relato acerca de un comisario de abordo que planea vengarse de todos aquellos que se burlaron de él, una muestra penetrante, simbólica y que enseña las intenciones que se irán viendo en cada relatos que pase. Porque el director consigue conectar con el espectador, éste se verá identificado con matices de esas víctimas y victimarios. El marginado por la sociedad, la camarera rencorosa con un tirano que arruinó a su familia, el obrero del que se mofa el burgués, el ingeniero al que la burocracia le lleva al límite, el millonario que piensa que se puede comprar a la justicia, la novia que se entera el día de su boda que su pareja le es infiel. Todo está entrelazado metafóricamente; la injusticia frente al sistema de gobierno, frente los cánones de belleza, frente a los estereotipos; la corrupción de altas esferas que piensan que tienen el poder en sus manos; lo inestables que son las relaciones sentimentales pero también como están atadas a sistemas familiares insanos. El director conjuga todo ese conglomerado de sensaciones y lo barniza con un humor negro y un canalizador de ira que estalla como si hubiera fuegos artificiales en un funeral y, ahí, es donde muestra la peor cara del ser humano, en el placer que siente el público al cumplirse la vendetta, cual voyeur que es testigo del pleno éxtasis ajeno.
No sólo el realizador argentino acierta con la elección de los episodios, también el elenco actoral está a la altura, la espontaneidad de los personajes le ayudan a dar veracidad a una situaciones excesivas y siniestras. Darío Grandinetti, Rita Cortese, Leonardo Sbaraglia, Ricardo Darín, Óscar Martínez, Érica Rivas…todos están estupendos, tiranos, inocentes, arrogantes, frágiles, todos se convierte en pólvora para el estallido.
El que El Deseo, productora de los hermanos Almodóvar, participe en este proyecto llama la atención positivamente. Porque estos ‘Relatos salvajes’ contienen un mundo propio con una espiral de locura y acidez que puede recordar a la etapa más vanguardista de Pedro Almodóvar como ‘Laberinto de pasiones’ o ‘Mujeres al borde de un ataque de nervios’. Con un trasfondo social que la aleja de filmes como ‘Jackie Brown’ o ‘De latir mi corazón se ha parado’, sus personajes son gente de a pie, real.
Damián Szifrón teje una obra espléndida que recuerda a los magníficos unitarios que se producen en Argentina como ‘Mujeres asesinas’ o ‘Sin condena’. Una propuesta que sacará los instintos más primitivos del ser humano. Cual Marqués de Sade en sus ‘120 jornadas de Sodoma’, Szifrón lleva al espectador a un viaje por los peores recónditos del ser humano con una elegancia y empatía que deleita peligrosamente y que no dejará indiferente a nadie.
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EN CONTRA:
«El fantasma de la irregularidad»
por Diego Rufo
«Una película lastrada por su tendencia a la exageración y la irregularidad de sus historias, deliciosamente ingeniosas en algunos casos y excesivamente histriónicas en otros»
La falta de conflicto interno es una de las claves de cualquier sociedad. Por ello, con el fin de salvaguardar el espíritu de la concordia, la ira ha sido uno de esos sentimientos deportados con frecuencia fuera de lo políticamente correcto: todos debemos ser capaces de asumirla, cohibirla y dosificarla hasta que quede disimulada tras una sonrisa. Sin embargo, esto no hace más que maquillar su soterrada existencia, por lo que no sorprende que el desvelamiento de la misma a través de los accesos de rabia surgidos de la impotencia personal se haya visto plasmado múltiples veces en la gran pantalla de forma brillante: “Perros de paja” (Sam Peckinpah, 1971) nos la presentaba como una fuerza antropológica común a todos los hombres e innegable incluso en el más inesperado de los mortales cuando éste es llevado hasta el límite; en “Una historia de violencia” (David Cronenberg, 2005) esa violencia aparecía como un pasado irrefutable del que tarde o temprano uno vería imposible escapar, viendo incluso cómo se expande por todo el entorno familiar; o, más recientemente, “Un toque de violencia” (Jia Zangke, 2013) también nos acercaba a la tesis dostoievskiana de que la insensibilidad de la burocracia y del capital respecto al drama personal despertaba en sus protagonistas una desvalorización sistemática de la vida misma (ya fuese propia o ajena).
Dentro de este marco temático se encuentra también “Relatos Salvajes”, en la cual el argentino Damián Szifrón nos plantea seis historias independientes cuyo único nexo de unión es esa presencia constante de la rabia que, al contrario que los otros films comentados, deriva en su propia exaltación y, por ende, en su agradecida y negrísima comicidad, dando lugar con ello a los que sin duda son sus mayores alicientes, pero revelando, sin embargo, la fuente de la que beben sus más evidentes debilidades Por una parte, su acercamiento a la ira como única forma de alcanzar cierta justicia (aunque sea a través de ese «vacío moral» que es la venganza) la convierten en una película bastante más rica de lo que cabría esperar en una comedia, ya que cada historia toma un nuevo enfoque sobre las mil maneras en que la gente y el entorno pueden amargarnos la existencia, ya sea su origen el gran número de personas que son capaces de hacer añicos nuestra autoestima, la falta de empatía que porta la avaricia, el papel de la violencia como extraña fuente de diversión narcisista, la insensibilidad burocrática del Estado, el deseo de los ricos de cubrirse las espaldas con su dinero sin tener en cuenta a quién pasen por encima con su apisonadora forrada en billetes, o, por último, la que sin duda es la fuente de ira más común de todos: la traición personal. Todos estos arrebatos violentos están – como puede verse – plenamente justificados de un modo u otro, lo que facilita que en el espectador surja una rápida empatía con las motivaciones de cualquiera de los personajes, pues todos nosotros nos hemos sentido inclinados alguna vez a dejar que nuestra rabia y frustración exploten en la cara de aquellos que la han producido. La película se convierte, así, en una catalizadora de esa rabia para el espectador, pero también en una incitación a la revolución (al menos en el terreno personal, pero, por supuesto, también en el plano de lo político) como puede verse especialmente en ese reto que lanza uno de sus personajes y que, indirectamente, rebota en las tripas de los espectadores: “¿Tienes enfrente al tipo que destrozó a tu familia y lo único que se te ocurre es insultarle?”.
Sin embargo, ese carácter caleidoscópico que tanto enriquece al film en el plano especulativo, también transforma a la película en un conjunto episódico que hace que termine cayendo en el pecado habitual de este tipo de películas: la irregularidad de las historias y la repetición de un mismo esquema y tempo para todos los casos (presentación – conflicto – catarsis – epílogo) y la evidente condición de variación de cada una de ellas hacen que se conviertan en relatos totalmente previsibles: uno ya sabe perfectamente que los conductores caerán en una espiral de venganza (si bien el remate del posible “crimen pasional” es brillante) o que la novia terminará por destrozar su propia fiesta de celebración en un ataque de locura y venganza. Dentro de esta norma, la única excepción real sería la quinta historia (tan sólo lastrada por un cierto convencionalismo), donde en vez de centrarse en el personaje en el cual se encarnará esa rabia nos presentará al polo contrario, al de aquél que ha cometido la atrocidad y que ignora (como el espectador) las posibles consecuencias y reacciones de sus actos.
Cómplice de esa misma irregularidad es también su reiterativa tendencia al histrionismo en aquellas historias basadas en el in crescendo de la venganza con el único propósito de llevar la situación al extremo (algo especialmente palpable en el enfrentamiento de los conductores y en esa boda frustrada con final feliz) haciendo que el espectador deje de participar de la acción y se limite meramente a observar esos acontecimientos que se le presentan sin emocionarle, como si estuviera en una montaña rusa cuyas curvas impresionasen desde fuera pero en las que, una vez montado, el viajero no consiguiese sentir el vértigo para la que habían sido construidas. Afortunadamente, esto no ocurre con todas las historias retratadas, sino que, de hecho, logra algunos tramos verdaderamente magistrales: la secuencia de apertura debería formar parte del inventario cinéfilo de la mayoría de directores de comedia o incluso de cualquier género por su capacidad para controlar el ritmo, producir un delirio in crescendo en el espectador y crear un clímax absolutamente catártico ; por otra parte, la historia de “Bombita”, protagonizada por Ricardo Darín, donde la cotidianidad de los acontecimientos, la calma por ir gestando ese malestar en el personaje y la inevitable empatía del espectador con sus desgracias y decisiones (al igual que ocurría con «Un tipo serio» (2010, Joel e Ethan Cohen)) acabarán desembocando en una resolución brillantísima; igualmente, la escena del restaurante sí que consigue – a través de una fotografía y unas actuaciones soberbias – crear un ambiente y una tensión totalmente gratificantes, aunque incluso en este caso no consigue alcanzar esas mismas cotas de genialidad a las que llegaban las otras dos mencionadas.
“Relatos salvajes” no es, por lo tanto, un film desdeñable ni fallido en su conjunto, sino tan sólo una película notablemente irregular (en parte también lastrada por la brillantez de su apertura) que si no se hubiese preocupado tanto por llevar al extremo sus situaciones cayendo en la burda exageración en vez de continuar con el elegante disparate que caracteriza a sus historias más brillantes o si, en su defecto, hubiese sido más selectivo en sus historias y menos ambicioso en su metraje, podría haberse convertido en un gran hito del cine hispanohablante en vez de conformarse únicamente con ser una película a ratos tremendamente disfrutable y a ratos meramente entretenida. Al fin y al cabo, tan molesta resulta la falsa sonrisa conciliadora de la corrección política como el excesivo puñetazo en la cara de una provocación sin mesura.
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