Este artículo busca analizar brevemente el cortometraje ‘Anhela’ de Diego Rufo por parte del propio director, por lo que se recomienda verlo antes de leer el texto. El corto dura apenas 6 minutos y es un relato intimista y sencillo; debe verse con calma y atención, dejándose llevar por la situación, por la atmósfera y por los personajes,
Anhela y la imagen reivindicativa
La política y la reivindicación social siempre han tenido un gran aliado en la imagen gracias a su habilidad para sugestionar y estimular a un gran número de espectadores a través de uno de los elementos clave de la comunicación: la expresividad.
Gracias a su capacidad para integrar y relacionar elementos significantes dentro de ella, ésta siempre permite generar discursos complejos incluso a partir de las imágenes más simples. Estos significantes pueden venir de tres sitios distintos: de la imagen misma, del contexto o de la palabra.
Entre los primeros, por ejemplo, nos encontramos con la icónica imagen del hombre que se interponía en el camino de los tanques, la cual, independientemente de su localización geográfica en la plaza de Tiananmen, es capaz de sobrepasar el contexto y de transformarse en una alegoría universal sobre el poder del individuo, el absurdo de la guerra o el coraje.
Por el contrario, la terrible imagen de Aylan Kurdi, el niño refugiado que falleció en el mar y apareció en la orilla de una playa de Turquía, necesita del contexto para alcanzar todo su potencial, haciendo que nuestros pensamientos no se queden en el caso particular, sino que se convierte en referente innegable de la desesperación de los refugiados y de la crueldad de las políticas migratorias.
Algo similar ocurre con las siempre certeras y desconcertantes viñetas de ‘El roto’, donde el poder de la imagen acaba siendo impulsada y reinterpretada comúnmente a través de una breve y lapidaria frase. En estos dos últimos casos, podríamos decir que, así como la fuerza centrífuga de la imagen expande su propio significado, la palabra y el contexto ejercen de fuerzas centrípetas, arrastrándola así a un eje de interpretación que fácilmente se torna en hegemónica.
La imagen consigue postularse así, ya sea por sí misma o con ayuda externa, en una suerte de guía del pensamiento, en un estímulo para la reflexión.
Eso es lo que, desde la perspectiva más modesta, intenté perseguir con mi cortometraje ‘Anhela’. Cuando en octubre de 2016, Carlos Martínez, enfermo de ELA, y su mujer Kate Walters fueron entrevistados por Jordi Évole en el programa de Salvados titulado ‘La buena muerte’, sentí la necesidad de plasmar su reivindicación en imágenes para intentar darle más voz.
En aquel programa, Jordi le preguntaba a Carlos cómo pensaba que serían sus últimas horas teniendo una enfermedad terminal y cómo le gustaría que fuese ese final y, al ver el abismo aparentemente insalvable entre el primero y el segundo escenario, me sentí tan profundamente desgarrado que quise darle a su voluntad una cierta realidad (aunque fuese meramente cinematográfica) para poder poner esa imagen que él mismo estaba describiendo frente a los espectadores y así poder lanzar la pregunta “¿Por qué no?”.
‘Anhela’ tenía que ser, por lo tanto, una suerte de panfleto. Sin embargo, esto no podía consistir en restarle complejidad a la realidad, sino que el gran reto consistía precisamente en hacer que el cortometraje hiciera funambulismo sobre un fino hilo que se tensaba entre el realismo y la idealización.
No consistía, por tanto, en dar una visión romántica y endulzada de un proceso tan complejo como un suicidio asistido (de ahí que se cuente en tiempo real y que todo el proceso esté inspirado en procesos ya existentes), sino plasmar cómo el contexto sí que podría abordarse incluso en la vida real desde la belleza y la ternura y no desde la fealdad y la desesperación.
Pero para ello era fundamental que la ambigüedad no entrase en juego, por lo que más tarde me di cuenta de que tuve que abordar inconscientemente la situación desde tres aspectos: el de la legalidad, el de la legitimidad y el de la percepción cultural.
La legalidad
En primer lugar, intentaba sortear la ambigüedad en el terreno de la legalidad. Para que el cortometraje pudiera transmitir esa serenidad que buscaba era necesario evitar cualquier tipo de ocultismo en las acciones de los protagonistas, evitando así encajes de bolillos como la que tuvo que idear Ramón Sampedro para que le ayudasen a dar ese último paso y que tan bien refleja ‘Mar Adentro’ (2004, Alejandro Amenábar), o situaciones tan poco deseables como la que nos encontramos al final de ‘Cosas que importan’ (1998, Carl Franklin), donde, tras el fallecimiento de la madre enferma, los personajes se preguntan quién ha sido el responsable de dar fin a su vida.
Nada de eso podía formar parte de ‘Anhela’. De hecho, incluso en este punto la intención fue ir un poco más allá intentando abordar una de las grandes tareas pendientes de este tipo de procesos: la intimidad, pues tal y como se puede llegar a ver en documentales como ‘Cómo morir en Oregón’ (2011, Peter Richardson) o ‘El turista suicida’ (2007, John Zaritsky), los procesos de suicidio asistido siguen contando con un médico o un asistente externo que lleva a cabo el proceso, convirtiendo aún ese tránsito tan personal en un proceso que el propio enfermo no puede llevar con naturalidad en la sola y amable compañía de su familia.
La legitimidad
Esto nos lleva al segundo nivel: el de la legitimidad. Debía quedar claro durante todo el relato que la situación en el que se encuentran todos los personajes es el resultado de un proceso meditado y consensuado, sin la posible ansiedad de la depresión ni la culpabilidad de la desesperación.
Así como en otras películas recientes como ‘Morir’ (2017, Fernando Franco) o ‘Amor’ (2012, Michael Haneke) el momento de la muerte se aborda desde la desesperación o la compasión, en ‘Anhela’ lo que buscábamos en todo momento es que se abordase desde la decisión conjunta y la transparencia.
Y, en este sentido, el ELA también funciona incluso como elemento narrativo, ya que su desesperante crueldad reside justamente en que el cuerpo se apaga mientra la cabeza aún mantiene la lucidez.
La percepción cultural
Por ello, resultaba fundamental abordar también el tema cultural, es decir, cómo desde nuestra propia cultura nos enfrentamos a la muerte y, por consiguiente a este tipo de decisiones.
En este punto, el cortometraje introduce dos elementos clave: el primero de ellos es el ambiente casi festivo en el cual se desarrolla la acción (el vestuario, las copas de champán, la música…); el segundo, una de las decisiones más polémicas: la incorporación del niño.
Ambos elementos, que podrían resultar un tanto frívolos en un primer vistazo, responden justamente al intento por reinterpretar la situación no desde la muerte sino desde la despedida, es decir, desde una cercanía equiparable ese abrazo lleno de cariño, empatía y amor que uno le da un ser querido cuando se despide en un aeropuerto antes de un largo viaje.
No se trataba, por lo tanto, de que los personajes anulasen el dolor sino de que consiguieran convivir con él a través de la ternura, tal y como se puede ver en el momento en que ella se mira al espejo y se arma de valor, en el que ella se pierde en los ojos de él o cuando, en el plano final, su mano se aferra a la de él mientras ésta pierde su fuerza.
Todo ello, acabó implicando también que el cortometraje acabase siendo mudo, pues nada podía añadir el texto más allá del subrayado innecesario o la incorporación de esa ambigüedad de la que quisimos apartarnos en todo momento.
Esto supuso, sin embargo, uno de los mayores retos del proyecto, a saber, la necesidad de que la expresividad cinematográfica fuese plena, pudiendo recurrir únicamente a la imagen y al sonido ambiente como únicos recursos para poder sumergir al espectador en la vida de sus protagonistas.
Y eso sólo fue posible gracias a contar con un equipo tan maravilloso como el que formó parte del proyecto, pues tanto la sencillez y delicadeza de María Carpio, Juan Erro o Rubén Cuchí Sanz en la parte artística, como de Javier de Usabel (director de fotografía), Javier Cumella (ayudante de cámara), Adrián Fresneda (eléctrico), Natalia Marmolejo (directora de arte), Jaime Garzía (cartelería), Esther Díaz (ayudante de dirección), Esther Sanz (madre de Rubén), Mikel Goñi o Elisabete Porfirio (sonido directo) en el apartado técnico, fueron capaces de otorgarle a cada detalle del cortometraje la ternura y el cariño que queríamos que respirase.
Del relato a la política
Ahora bien, como comentábamos más arriba, en el caso de ‘Anhela’ esa imagen de ternura y esa falta de ambigüedad nos dejaba en el terreno de la ficción, y el cortometraje necesitaba conectarse de nuevo con la realidad para pasar del plano de la narración al de la reivindicación.
Ahí es donde entra en juego el lenguaje, pues, como comentábamos en la introducción, es capaz de ejercer una fuerza centrípeta que otorgue un eje de interpretación de la imagen. Ese fino hilo capaz de vincular ambos polos resultó siendo un elemento que se mueve entremedias del mundo diegético y el extradiegético, entre el mundo interior de la obra y el mundo exterior de la realidad; ese elemento era el título.
Fue así cuando apareció ‘Anhela’ y su “basado en anhelos reales” como una forma de remarcar que lo expuesto no es más que una ficción, una ilusión, un anhelo real que, por desgracia, sigue quedándose en el ámbito de la imaginación y que, a pesar de la lucha constante de asociaciones como DMD, de referencias internacionales o incluso de propuestas parlamentarias recientes, parece seguir eternamente postergado.
Así, al contrario que la obra de arte que busca perdurar y mantener su mensaje de forma universal, la mayor aspiración de ‘Anhela’ es la misma que la de cualquier imagen reivindicativa: la de la pérdida del sentido, la del deseo de que el tiempo corra rápido por él para que ese muro que separa la ficción de la realidad deje de ser de piedra y pase a ser de metacrilato.
Texto publicado inicialmente en en número 73 de la revista Numen del COPC (p. 45-47)