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Miel (Valeria Golino, 2013)

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Los retratos minuciosos y quirúrgicos de los personajes han supuesto un constante atractivo a lo largo de la historia del cine, especialmente cuando el foco de atención se individualiza sobre la figura de uno de ellos, que ejerce de maestro ceremonial de la función, absorbente de la atención espectadora y flujo constante de devenires y devaneos en primer término del relato. Con estos, se aproxima el aliciente perteneciente a una forma de mirar basada en la atención usual por los detalles, el análisis de los ademanes y de los comportamientos, el empirismo antropológico de las metáforas que inundan los sucesos de nuestro día a día. Humanizan, en fin, a las figuras creadas, rompiendo la cuarta pared ficcional y devolviendo a la contrapartida un apego catártico por las emociones y las empatías, ajenas y generalizadas.

Existe la determinación de que un personaje frontal en un relato puede llegar a doblegar los confines de su propia figura como creación y trascender la mirada, erigirse como una voluntad de organismo vivo y galopante de forma individualizada. Como si fuera una prosopopeya que decide desplazarse de toda conexión artificiosa y buscar su propia libertad. Esto, a menudo, es objeto de encuentro y análisis con películas que tornan en unilateral el encabezado de su actante devenido, proponiendo una moral sin moralinas basada en el acercamiento de los entresijos de una vida rutinaria y fugaz, tan consciente de su propia magia como de su propia naturaleza inquietante. El rastro de esa huella solitaria proporciona el descubrimiento de una identidad casi literaria, de un espectro siniestro embarrancado en la soledad de nuestros días.

Miel, el film de Valeria Golino, se articula en torno a las andanzas y consecuencias de un personaje femenino, de una joven italiana. Así, como si de un relato breve o un cuento se tratase, la narración nos retrotrae a una mirada en primera persona de un devenir, de una constante desorientación emocional e inesperado desbarajuste sistémico provocado por las embestidas que, frecuentemente, esta puta vida nos regala como un chiste de jocoso desencanto. Por delante, por detrás y por debajo de cuellos, nucas y espaldas, se representa el insondable camino de una persona que, embarrancada en una suerte de desdichas, solo puede articular un gesto de rabia incontenida ante el sinsentido de su péndulo descarriado. Emotivas postales de optimismo brillan por su ausencia, pues el drama se asoma por las rendijas de lo cotidiano y coarta el efecto penetración sobre la comodidad empática. Resultante de ello es la maniobra, a todas luces satisfactoria, de prescindir de toda impostura ornamental y limitarse al hueso de la fatalidad más despojado de abalorios y brillantina, sin partidismos ni sesgos que apremien el despiste.

El resultado, como se puede vislumbrar, responde a un esquema pergeñado a golpe de talento que intuye una amalgama de representaciones que dan cabida óptima a la exposición: preocupación social, ciertos rasgos formales y abrumadora intensidad del personaje tratado son algunos de los apuntes más destacados de una función en la que el sentido ético-estético de la forma y el fondo se aúna en una perfecta e indivisible comunión. Cine introspectivo, reflexivo e inabarcable dentro de sus limitaciones, que te invita a seguir un camino de baldosas tambaleantes donde a veces se corre, sufriendo, y a veces se camina, degustando. Un devenir hacia ningún sitio por el sendero de nuestra propia identidad y su consecuente afirmación sobre unos hechos que, de forma inferida, nos categorizan, distinguen y marcan como ganado. Sus resultados, los de este film en cuestión, quizás resulten nimios; sus planteamientos, no obstante, hiperbólicos. En ocasiones, es mejor susurrar aquello que ostenta el grado de mayor relevancia en la escala de nuestras emociones.

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