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‘La llegada’: la pérdida de la identidad o el fin de las hostilidades

Aunque probablemente no tenga los mismos aplausos del público ni engrose las arcas de su productora de la misma manera, el estreno de «La llegada» (2016, Denis Villeneuve) ha supuesto un hito dentro del cine de ciencia ficción perfectamente comparable al de ‘Gravity’ (2014, Alfonso Cuarón). Mientras ésta conseguía poner los puntos sobre las íes en el apartado visual consiguiendo una representación física del espacio sin parangón, ‘La llegada’ ha logrado alcanzar ahora uno de los mayores logros del género dentro del terreno especulativo al poner en el centro del tablero tres elementos comunes a toda película de extraterrestres sobre la que pocas veces se paran a reflexionar sus creadores: la identidad, el lenguaje y el tiempo.

El punto de partida: el arraigo y la hostilidad

Cuando un árbol se vuelve centenario es gracias a su arraigo. Sus raíces, cada vez más profundas, se aferran a la tierra cada vez con más fuerza, expandiéndose, buscando el agua y los nutrientes que le alimenten y que le garanticen la supervivencia. Así, cuando se acerca un vendaval, el árbol, a pesar de las ramas tronchadas y de unas más que probables cicatrices que le hagan derramar a borbotones parte de su savia, consigue permanecer en su sitio, garantizar su espacio en el mundo aunque sólo sea por estar en él un ratito más. Sin embargo, cuando mira a su alrededor sólo ve una estepa donde antes veía un bosque, sólo ve cuerpos de leña apilados en horizontal donde antes veía líneas verticales que apuntaban hacia esa bóveda infinita que nos abruma y envuelve. El árbol centenario ha garantizado su existencia, qué duda cabe, pero en su entorno sólo puede ver muerte, sólo puede reconfortarse en el vacío de su propia soledad y preguntarse cómo sería ese paisaje si las raíces de todos los árboles se hubieran entrelazado entre sí para sostenerse, cuántos quedarían en pie si hubiesen logrado la forma de compartir el agua, de repartir los nutrientes, en fin, de luchar por la supervivencia conjunta no sólo como especie – que poco dice – sino como comunidad – que mucho significa. Probablemente, desde el más oscuro rincón de su conciencia el árbol se responderá a sí mismo que ésa es una posibilidad remota, ya que ese reparto difícilmente habría permitido salvar a todos los demás y, para colmo, ahora mismo su cuerpo habría ido a parar a la morgue para construir – con cierta justicia poética – su propio ataúd.

Así, el miedo a la muerte, a la escasez de recursos e incluso a la pérdida de la dignidad (pues el árbol querría garantizar también la robustez y el esplendor de sus ramas) hace que se reafirme en el “yo”, en ese terreno de la identidad, que no es sino punto de anclaje de cualquier forma de hostilidad: todo “yo» (o todo «nosotros» bien acotado) se opone a un «ellos» generalizado, pues, como ya reflexionaba Baruch Spinoza en el Tratado teológico-político, la identidad sólo es posible defenderla en relación a lo que se establece que está fuera de ella. Como dice el filósofo Perdo Lomba en un estudio sobre el pensador holandés, «un efecto inmediato del odio como pasión colectiva parece consistir, pues, en el reforzamiento o en la reafirmación de la identidad y de la unidad de la nación que odia».

Si nos paramos a reflexionar sobre nuestro pensamiento y sobre nuestro entorno nos daremos cuenta rápidamente de que toda la percepción que tenemos de la realidad está estructurada por identidades y, por lo tanto, por la asunción de contrarios. Establecemos la línea entre lo autóctono y lo extranjero levantando fronteras, nos manejamos con lenguajes que generan comunidades con significados y significantes propios, recurrimos a los colores de piel y fisionomías para justificar que hablemos de “raza”, asumimos que la vida y la muerte son una negación mutua y no parte de un continuum, o , por último, pasamos a entender el tiempo como una línea recta unidireccional que se articula – gracias a un presente efímero que cumple la función de bisagra – entre un pasado irrecuperable y un futuro continuamente inasible.

Si nos hemos acostumbrado a vivir sumergidos en ese maremagnum de contrarios es normal que nuestra forma de relacionarnos con el mundo se base en un sentimiento tan fuerte como el de la hostilidad. Es en este punto donde “La llegada” resulta tan gratamente sorprendente y estimulante pues, aparte de contar con una innegable brillantez técnica y de ser todo un homenaje a la ciencia ficción clásica con sus “heptópodos”, nos sirve perfectamente como herramienta para evidenciar y desentrañar ese eje hostil de los contrarios en el cual nos zambullimos día a día sin pensarlo.

La identidad

En primer lugar, nos encontramos con el enfrentamiento más básico y evidente: el que hay entre humanos y extraterrestres y que funciona perfectamente – como ya explotase la maravillosa ‘District 9’ (2009, Neil Blomkamp) – como hipérbole de la raza. Cuando una serie de naves desconocidas aterrizan en diferentes puntos del mundo cunde el pánico en todas partes no sólo por la curiosidad del acontecimiento sino especialmente por el pánico derivado de la posibildad de un ataque. En la película hay dos ejemplos clarísimos de este sentimiento: desde un plano más cotidiano, tenemos la conversación del soldado con su mujer, donde él insiste en que todo va bien, mientras ella no hace más que repetirle entre sollozos que tenga cuidado; si, por otra parte, nos fijamos en un plano más especulativo, nos lo encontramos en la interpretación de uno de las primeras frases de los extraterrestres y que el Coronel Weber (Forest Whitaker) se empeña en traducir como “usar arma” esperando y asumiendo la evidencia de un ataque a pesar de la advertencia constante de Louise (Amy Adams) sobre la ambigüedad de las palabras.

Como no podía ser de otro modo, todo ese miedo se canaliza rápidamente en una tensión geopolítica y lo que en un principio se mostraba como una colaboración (a partir de un “nosotros” que era la raza humana) acaba derivando en una hostilidad donde esa comunión se disuelve en rivalidades nacionales, donde se asume inmediatamente que los demás son un lastre y que la forma más eficaz de reaccionar es liberándose de los demás y tomando cada uno sus propias decisiones. Con todo ello, la película no hace más que poner de relieve el primer elemento de reflexión, a saber: la absoluta liquidez del «nosotros» y del concepto de “identidad”, cuya fluidez constante bien puede derivar en la colaboración o en el enfrentamiento según dónde establezcamos las fronteras. Tememos a los extraterrestres porque les consideramos ajenos («aliens») al igual que nos enfrentamos o rechazamos otras nacionalidades (o «razas») por esa incapacidad de extender el ámbito de lo común y refugiarnos únicamente en la diferencia.

El lenguaje

Dentro de ese juego entre la identidad y la diferencia nos encontramos con un eje central: el lenguaje. Por una parte, éste es un elemento relacional con una inequívoca función social, a saber: un interés comunicativo inicial en el cual uno busca transmitir un mensaje a un tercero. Así, el lenguaje es el principal garante de esa misma liquidez de la identidad de la que hablábamos antes, pues sólo a través de él conseguimos relegar el solipsismo y el aislamiento a un rincón oscuro e inhóspito de la humanidad. Sin embargo, al mismo tiempo que ejerce esa labor cohesiva, éste también esconde un elemento de diferencia fundamental, ya que – por necesidades geográficas, cognoscitivas o meramente gregarias – el lenguaje termina siempre por dividirse en idiomas, es decir, en usos del mismo con distintos significantes y significados. En este punto podemos decir, por lo tanto, que el lenguaje, en su sentido más puro, es la condición de posibilidad de la disolución de la identidad, mientras que el idioma, que es su plano más terrenal, resulta ser la principal causa de la diferencia.

Un buen ejemplo perfectamente presente y palpable dentro de la película de Villeneuve son, sin duda, los ámbitos del conocimiento, que deben ser entendido como diferentes idiomas orientados a la interpretación del mundo. Ya desde muy pequeños en la escuela se nos lanza frente a las dos bestias negras: lengua y matemáticas, para que, con el tiempo, elijamos en cuál nos queremos especializar, como si parte de esos saberes no fueran compartidos. Aún nos sorprende, por ejemplo, descubrir que Anton Chéjov era médico o que Lewis Carrol fuera matemático a pesar de haberse convertido en dos de los mayores literatos de nuestro tiempo. Esta rivalidad es la que vienen a representar Ian (Jeremy Renner) y Louise, como bien demuestra el primer encuentro entre ellos, donde parecen competir por qué saber es el más importante de los dos. Sin embargo, según avanza la película, la colaboración aumenta y van demostrando que sin el complemento de ambos saberes son incapaces de llegar a una interpretación satisfacotria del extraño lenguaje que les están brindando los extraterrestres y, por lo tanto, de la situación que están viviendo en ese momento. Aunque no sea más que desde un punto de vista alegórico, podemos tomar el nacimiento de su futura hija como la mejor y más evidente prueba del poder mayéutico de su unión.

Ahora bien, que toda diferencia en el lenguaje se encuentra únicamente en la contraposición de idiomas sería ingenuo, pues, tal y como defiende férreamente la película, éste no se limita únicamente a su labor comunicativa, sino que es también aquello que configura nuestro propio pensamiento. Al fin y al cabo, como decía Ludwig Wittgenstein, debemos entender el lenguaje como una caja de herramientas que poco a poco aprendemos a usar y a evolucionar para ir fabricando/interpretando/expresando nuestro mundo, asumiendo y definiendo así lo que denomina como «juegos del lenguaje». Con ello, ya no damos lugar sólo a un idioma como forma de comunicación sino directamente a distintas «formas de vida»; es decir, que su aprendizaje conlleva la posibilidad del pensamiento, pero también sus fronteras, pues en él ya residen una serie de premisas invisibles que asumimos y utilizamos como parte fundamental de nuestro sistema operativo, pudiendo afirmar así que los usos del lenguaje ya portan consigo una cierta ideología. Desde un plano bastante cotidiano un buen ejemplo puede ser el uso mismo de expresiones tales como «primer», «segundo» y «tercer mundo» en tanto que forma de marcar una diferencia y una distancia entre grupos como si no fuésemos todos parte de un mismo mundo.

Sin embargo, si el lenguaje porta en su seno el gen de la diferencia no es sólo por ciertos usos o expresiones sino que ya se encuentra en su propia estructura, pues aunque sea cierto que su mera existencia es la que posibilita la creación de comunidades, ¿no es al mismo tiempo también el que articula la diferencia desde el mismo momento en que nos obliga a diferenciar las personas (yo/tú/él…), el género (él/ella) o el número (yo/nosotros, tú/vosotros…) en la construcción del sujeto y de la acción? O, como bien nos anuncia ‘La llegada’, ¿no es acaso su estructura lineal y su misma sintáxis (y ya no sus significados) los que determinan también nuestra limitada concepción del tiempo?

El tiempo

Llegamos así al tercer y último elemento de la reflexión: el tiempo. No cabe duda de que su tema es uno de los elementos más recurrentes en el cine de ciencia ficción: lo fue en cintas míticas como ‘El planeta de los simios’ (1968, Franklin Schaffner) – donde descubríamos en su mítico final que el protagonista no había viajado en el espacio sino en el tiempo, o en otras grandes películas de ciencia ficción reciente como ‘Looper’ (2012, Rian Johnson) o la ya mítica ‘Interstellar’ (2014, Christopher Nolan). Sin embargo, aunque ‘La llegada’ también se zambulla dentro de esta misma tendencia, su forma de llegar a ella le otorga un valor inigualable que va mucho más allá del entretenimiento para aportarnos una reflexión genuina y narrativamente imprevisible, pues no sólo pone su pie en teorías físicas como el de la relatividad o la teoría de cuerdas como hacen todas esas películas anteriormente mencionadas sino que aplica esas mismas reflexiones al ámbito del lenguaje y, por ende, al del conocimiento.

El tiempo en esta ocasión no aparece, por lo tanto, como paradoja, sino más bien como capacidad. Cuando los alienígenas – que saben perfectamente lo que ocurrirá en 3.000 años – le ofrecen su lenguaje (su «arma»/»herramienta») a los humanos no lo hacen con una función comunicativa, que era al fin y al cabo a lo que pretendían responder los militares al preguntarles «¿por qué estáis aquí?», sino con una pretensión cognitiva. El lenguaje, por tanto, no aparece aquí como forma de relación entre seres sino como herramienta de interpretación y de acceso al mundo. Si antes decíamos – como también se anuncia al principio de la película – algo que en cierto modo todos asumimos (a saber: que ciertas palabras o expresiones pueden determinar nuestra forma de entender la realidad), la reflexión que nos lanza la película va mucho más allá, pues nos plantea que el lenguaje tal y como lo conocemos implica ya una estructura lineal que limita nuestra capacidad de acceder al tiempo y, por lo tanto, nuestras posibilidades de interpretar el mundo.

Partimos de una concepción del tiempo unidireccional que va desde el pasado al futuro, pasando por un presente vaporoso que sólo sirve para separar artificialmente al primero del segundo como si no pudiésemos intervenir en él de ninguna manera. Más allá de las teorías físicas (de las que apenas puedo hablar por ignorancia) que explican el tiempo como una dimensión y, por lo tanto, como un elemento reversible, lo que nos interesa en la película no es tanto su posibilidad o su justificación, dado que se parte de su legitimidad como premisa, sino que accede a uno de los problemas más importantes derivados de dichas teorías, puesto que se pregunta ¿de qué manera, al margen de la demostración matemática de su posibilidad, podríamos asumir una interpretación de la realidad acorde a esa nueva perspectiva cuando ésta es tan contraria a nuestro sentido común? A pesar de que sea una tesis prefectamente discutible que la percepción unidireccional del tiempo se deba principalmente a las características lineales del lenguaje y no a una configuración lineal de la realidad en sí misma, presentar, como hace ‘La llegada’, que aquél sea la principal puerta de entrada para ese cambio de mentalidad supone afrontar el dilema con una tesis filosóficamente seria y sólida.

No obstante, más allá del plano estético y hermenéútico de un cambio en la concepción de la temporalidad, lo que la película nos plantea también de forma directa son sus implicaciones éticas, pues éste se encuentra íntimamente entrelazado con el tema de la identidad y, por lo tanto, de las hostilidades. Por una parte, porque él mismo ya está articulado entre contrarios donde el pasado sería «lo que está dentro», el presente «la frontera» y el futuro «lo que está fuera»; por otro, porque esa misma concepción de la temporalidad lineal es la que nos aboca hacia el abismo de lo desconocido y de la desprotección constante, siendo causa así – como decíamos al principio – de la reafirmación de la identidad y del arraigo como forma de supervivencia. De este modo, se vuelve evidente la implicación fundamental de un replanteamiento ético del tiempo: la disolución de los límites entre la vida y la muerte.

Por eso, lo que consigue Louise con esa nueva concepción del tiempo que le facilita el lenguaje alienígena es combatir el miedo y la hostilidad que se deriva de éste: por un lado, consigue reconciliar a las diferentes naciones (capitaneadas por China y EEUU) al distender sus relaciones entre ambos para ofrecerles una respuesta común y tranquilizadora a sus propios temores, transmitiéndoles que el temor ante su propia supervivencia derivado de la aparición de los alienígenas estaba totalmente infundado; por otro, y en un plano más personal, consigue que la tensión entre la vida y la muerte se relaje, asumiendo a esta última como parte de la primera para vencer al desasosiego generado por el conocimiento del fallecimiento de su propia hija. En consecuencia, el tiempo pasa así, gracias a un nuevo lenguaje, a reafirmarse en un presente que ya no se subordina a los contrarios, al antes y al después, y que ya no teme a lo diferente porque gracias a la disolución de las fronteras la diferencia pasa a integrarse dentro de una concepción más amplia de la identidad.

Conclusión

Gracias a toda esta riqueza especulativa, ‘La llegada’ se proclama, pues, como un estimulante ensayo sobre los límites de lo humano que rara vez se ve en salas de cine al mismo tiempo que se declara como una película de género brillante. Mediante un montaje impecable acompañado de una absorbente banda sonora y huyendo de la pirotecnia de la ciencia ficción sin dejar de ser visualmente emocionante, Villeneuve no nos sitúa ante una película de extraterrestre sino ante un drama reflexivo, humanista y político que se acerca mucho más al cine de autor que al blockbuster fanstástico. Dicho de otro modo: ‘La llegada’ tiene más en común con la plasmación del tiempo de Terence Malick y con la reinvención de géneros de Jim Jarmusch que con la factura de entretenimientos de género impecables como los de David Fincher, Alfonso Cuarón o Peter Greenaway.

Lo que ‘La llegada» viene a decirnos, en definitiva, es algo en lo cual el cine, la música y el arte en general tienen una responsabilidad pedagógica fundamental, a saber: que sólo abriendo vías de comunicación entre todo aquello que consideramos diferente (los humanos y los alienígenas, las naciones, el pasado y el futuro o la vida y la muerte) seremos capaces de terminar de una vez por todas con una concepción atemorizada del mundo donde todo lo desconocido se identifica con lo hostil. Así, debemos darnos cuenta de que si el lenguaje y el tiempo son los causantes de nuestra finitud, la liquidez de sus límites y de la construcción de la identidad que de ellos se deriva, es la única escapatoria posible a la hostilidad endémica que no hace más que abocarnos a nuestra propia autodestrucción.

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