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El imaginario del Doctor Parnassus (Terry Gilliam, 2009)

La búsqueda del equilibrio entre la locura y la cordura; el caos y la calma, es según dicen, una de las claves para entender momentos puntuales de la vida que nos atraviesan a todos en uno u otro instante. Una búsqueda de la dualidad perfecta y de evitar la alteración de las consecuencias de todo acontecimiento hasta un punto en el cual no podamos reaccionar.

Dicen, claro.

“El imaginario del Doctor Parnassus” salta a la palestra en medio de un cambio de guion triste y taciturno. La muerte de Heath Ledger sacude la producción de la cinta en un momento casi irreversible para la misma, haciendo que haya dos vertientes muy cerradas para la cinta: cancelación o búsqueda de alternativas.


Ahora bien, dejando la cancelación de un lado y mirándole con mala cara para que no se acerque, hay que centrarse en encontrar dichas alternativas, y en no descuadrar lo que puede ser una película interesante cuanto menos. Es decir: problemas por doquier para continuar la marcha; y todo esto acompañado de un Terry Gilliam que nos recuerda cada vez menos al de “Brazil”, “12 monos” o “Miedo y asco en Las Vegas”.

El resultado: Colin Farrell, Jude Law, y Johnny Depp en medio de un gigantesco espejo, y la mente abotargada de imaginación de un señor que trató en su momento con quien no debía. Una cinta aparentemente sencilla pero complicada que nos cuenta las idas y venidas de un inmortal anciano que realizó una apuesta con el mismísimo Diablo; y que se encuentra condenado a vagar con su circo anticuado y casi derruido en busca de la oportunidad de remediar semejante mal.
El trato, aparentemente sencillo, es entregar a cualquier hijo que tenga al cumplir los 16 años a cambio de la vida eterna. Y lo que aparentemente pueda presentarse como regalo, termina siendo una enorme maldición.

Tramas aparte, El imaginario del Doctor Parnassus se puede desgranar por multitud de variantes, a cada cual más extraña y retorcida, como la cinta misma. Entrando de lleno en un guion que produce la sensación de haber sido retomado y revisado hasta el hastío, nos encontramos con la interpretación del citado Heath Ledger: lejos de ser su papel como The Joker, y sin dejar de lado el respeto que se ganó con el mismo, se encuentra abocado a la vida fuera del espejo; lugar en el que deja el brillo de las estrellas para los tres actores anteriormente citados, que se llevan los mundos maravillosos. Él se encuentra reducido a no tener un duro, y a vender el espectáculo con el fin de seguir escondido de lo que parece querer esconderse. Así pues, en primer lugar con Jhonny Depp, el espejo empieza su verdadera magia: todo lo alocado, estrambótico, imaginable y azucarado tiene cabida dentro del mismo, haciendo que los pocos momentos interesantes de la cinta trascurran en dicho espejo. Depp refuerza su variante camaleónica una vez más; Law encuentra en la galantería y educación la perfecta armonía para dejar ápices de profesionalidad y correcta elección, y de cómo vestir un traje, y Farrell se luce en veinte minutos más que Ledger en una hora, dando un baño con cada gesto y frase que su boca lanza.

Andrew Garfield aparece para demostrar que aún le quedaba mucho camino por recorrer para ser el hombre araña; o incluso Eduardo Saverin. Aún muy verde en la interpretación, demuestra alteraciones y exageraciones en un papel que roza la taquicardia; algo asi como lo que le ocurre a Lily Cole cuya interpretación tampoco ayuda a relajarse con la cinta. Y asi nos queda Christopher Plummer dando vida al anciano maldito por su ludopatía con quien no debía, que no lo hace nada mal, y a un Diablo nefasto, que roza la risa más que la tensión que su personaje debe acaecer: lo lamento, Tom Waits.

La imagen de la cinta es maravillosa, y el mundo del espejo toda una delicia para las mentes imaginativas que, sin duda, disfrutaran de un mundo de fantasía en calidad entre Avatar y Oz; pero la cinta en sí, resulta irritante por momentos, y no deja de ser una película de aventuras un tanto pausada. Irregular, con momentos álgidos e intrépidos –véase la primera media hora- en contraposición con instantes que harían dormirse al mismísimo John Milton. Demasiado sombría y centrada en un mundo que aparece menos de lo que debería; en una imaginación digna de ser explorada, pero que se nos reduce a tres cuartos de hora, condenándonos a la vida en la lúgubre realidad.

En definitiva, la vida dentro del espejo resulta seductora, y más teniendo en cuenta la cantidad de carne mal situada que nos presenta el mundo de fuera, entre aroma a nicotina fumada en boquilla y a estridentes gritos de dos adolescentes cuyas hormonas chirrían frente a una perilla muy bien colocada.

Terry Gilliam, vuelve a tus años noventa, por favor.

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