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El hombre en el cine, el cine en el hombre:
‘El cine o el hombre imaginario’ de Edgar Morin

Cuando en 1956 Edgar Morin decidió dedicar la tinta de su estilográfica a la redacción de El cine o el hombre imaginario su intención no era tanto escribir un libro de mera teoría cinematográfica, sino profundizar a través del cine en una concepción antropológica compleja, como ya se preocupaba de remarcar en el subtítulo del libro. Como se verá, este “nuevo” arte nos permite entroncar directamente con los impulsos constantemente latentes en el ser humano desde la prehistoria hasta nuestros días, mostrándonos que el cine es más que una réplica exacta en dos dimensiones de la realidad que se le ofrece; lo que éste despliega ante el espectador sirviéndose de sus pupilas es el alma presente en lo proyectado.

El punto de partida del estudio será, como no podría ser de otro modo, la imagen, materia prima del cine y puente necesario entre la realidad objetiva y el mundo subjetivo, imaginario, del ser humano. En el cruce entre estas dos realidades es donde encontramos una de las obsesiones más comunes del imaginario colectivo: el doble, ese yo otro(más que otro yo)que permanece ajeno a mí… pero que no deja nunca de ser yo.Su aparición viene a reclamar una suerte de inmortalidad, de permanencia frente al cambio (incluso de asimilación del mismo). Este fenómeno que Morin resume como una “cualidad psíquica alienada” es el que se hace carne en los amuletos y en su heredera la fotografía, quienes cargan a sus espaldas el poder de avivar el recuerdo, de sobrevivir a lo efímero, de afirmarse frente a la desaparición. Dentro de este contexto el cine da un paso más allá, pues viene a sustituir el estatismo de los anteriores con un doble movimiento: por un lado, el de las cosas mismas al ser filmadas, lo cual le dota de una extrema realidad inalcanzable por cualquiera de los otros sistemas mnemotécnicos, y, por otra, el movimientopropio del film. Gracias a esta separación entre los dos desplazamientos del cine se hace posible una división dentro de su historia: en primer lugar, los tiempos del cinematógrafo con los hermanos Lumière, en los que la cámara se limitaba a filmar aquello que se presentaba ante su objetivo, y, en segundo lugar, los tiempos del cine propiamente dicho, que fueron inaugurados por Georges Meliès al centrar sus esfuerzos en la metamorfosis de esa imagen que se ofrecía caritativamente a la cámara y cuyos firmes continuadores fueron el montaje,con Sergei Eisenstein como máximo exponente, y el progresivo uso del travelling, donde ya no son ni las cosas ni el montador quienes se mueven, sino la propia cámara en el momento mismo de la filmación.

Esta segunda etapa supuso, por lo tanto, un momento de ruptura en el devenir de este nuevo y séptimo arte, pues con ello la imagen se liberó del estatismo al que le abocaba la mera captación de la realidad para ir adoptando progresivamente un cierto carácter de irrealidad cuya recurrencia se ha convertido en un elemento clave de cualquier película, ya sea de forma manifiesta (cine fantástico) o de forma latente (realismo), pues todo montaje y todo movimiento vienen a imprimir sobre lo filmado un elemento propio y original. Este “engaño” que se oculta, pues, bajo la superficie ha sido la fonética sobre la que se ha edificado el lenguaje del cine y la que ha permitido que su voz atraviese el espacio y el tiempo para reencontrarse con los elementos comunes a toda visión mágica del mundo: la fluidez temporal (presente en el cine a través de la elipsis y los cambios de velocidad), la metamorfosis (la realidad ya no está encorsetada por el corpiño de una identidad inamovible) y la relación de continuidad entre el microcosmos del hombre y el macrocosmos. Este último pilar mágico, que Morin engloba bajo el término de antropo-cosmomorfismo, es, por un lado, el que se manifiesta mediante el uso indiferente de una acción humana o de la “acción” de un objeto para expresar una misma situación o estado anímico de tal modo que un pájaro que levanta el vuelo puede significar un hombre liberado y viceversa.

Esta relación entre micro y macrocosmos se manifiesta en (y es posible gracias a) los movimientos participativos fundamentales desplegados durante el visionado del film por parte del espectador: la proyección (el hombre se asimila a la naturaleza) y la identificación (la naturaleza se nutre de lo humano), a partir de los cuales se termina gestando el “encanto de la imagen”, esto es, la capacidad, especialmente presente en el cine, de profundizar en la realidad, de extraer la poesía de lo cotidiano, es decir, su fotogenia. Ante la pantalla el espectador, que ha cedido temporalmente su alma a la imagen, ha quedado convertido en un fantasma, pues toda participación práctica le ha sido coartada frente al inevitable devenir de los acontecimientos que palpitan ante su mirada. Sin embargo, esa falta de participación real provoca que la participación afectiva se vea impulsada del mismo modo (y aquí la influencia freudiana es evidente) en que ésta se despliega y libera durante el sueño, alcanzando así un impacto emocional profundo que vendrá marcado tanto por lo que ve (encuadres) como por lo que oye (música). Durante la experiencia estética se produce, de este modo, la “fiesta onírica de la participación” que permite no sólo proyectar el alma sobre la pantalla sino que hace posible su posterior recuperación y enriquecimiento mediante su incorporación al propio flujo psicológico del espectador. Ahora bien, el engarzamiento de la película mediante la afectividad no se produce en total libertad, sino que depende siempre de una narración a través de la cual se encadenan los acontecimientos permitiendo que se les pueda dotar de un sentido. Es aquí donde entra en juego otra de las facultades humanas esenciales: la razón, elemento fundamental que permite la continuidad de toda narración y que, en cierto modo, nos acaba exigiendo siempre el elemento clave para todo disfrute narrativo: la verosimilitud.

El cine se convierte con la irrupción de este último elemento en el paradigma de la confluencia de tres elementos humanos habitualmente contrapuestos: la magia, el sentimiento y la razón. Esta última, que ya desde el nacimiento de la filosofía como opuesta al mito, parecía querer apropiarse del podio de “lo humano”, encuentra en este particular, elaborado y en ocasiones enrevesado estudio del cine llevado a cabo por Edgar Morin un nuevo intento (y no son pocos los que ha habido en los últimos dos siglos) por reivindicar otras formas de conocimiento legítimas que revelan la apabullante y entusiasta complejidad que subyace a toda la naturaleza humana.

    *EDGAR MORIN, nacido en París en 1921, es un reputado pensador de origen judeo-español que ha destacado por su propuesta de un “Pensamiento complejo” caracterizado por difuminar las barreras entre los saberes de las ciencias humanas y de la naturaleza. Como ya se puede ver en su visión del cine, su principal motivación es reivindicar una teoría holística en la que el hombre y la realidad puedan ser estudiados en su totalidad, sin priorizar ninguna de sus manifestaciones sobre las demás. Su libro más destacado es su extensa obra El método (1977) y una buena puerta de entrada a su pensamiento Introducción al pensamiento complejo (1990)

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