«¿Sabes lo que quería ella? Irse a Bristol, y si no a Holanda, cerca de Amsterdam, a un pueblo que se llama Haarlem (…) Pero nada, ni a Bristol ni a Haarlem, a Estocolmo». Esta frase, pronunciada al comienzo del metraje y aparentemente descolgada de la narración principal es la que nos puede dar la pista (una de tantas) acerca del hilo temático en la que se mece este primer y remarcable largometraje en solitario de Rodrigo Sorogoyen. Debemos asumir que toda película y en general toda obra de arte gira en torno a un concepto, a una idea o una imagen que habitualmente vertebra toda interpretación de la misma y alrededor de la cual se acaba construyendo el resto de la composición. En el caso de ‘Stockholm’ el intento de llevar a cabo este trabajo hermenéutico resulta una tarea tan homérica como estimulante: la inquietud por contar esta historia pudo venir por el deseo de hablar de nuestra atracción y resistencia a lo(s) desconocido(s), de las decisión y de su fragilidad, de los riesgos del magnetismo sexual o amoroso, pero también por la imagen de una cornisa vacía o incluso por un primer boceto de la magistral secuencia de persecución al ritmo de ‘La gazza ladra’ de Rossini, de unas piernas y del lento descenso de un ascensor antiguo.
Dividida en dos partes perfectamente diferenciadas tanto en el uso de la música (omnipresente en la primer mitad y totalmente ausente en la segunda) como en el de la imagen y en el dibujo de los personajes, la película se articula entre la azulada oscuridad del entorno nocturno y la blanquecina claridad de la luz del día, que a su vez corresponden, por doble contraste, a los destellos brillantes del flirteo y a las sombras personales del despertar. Apoyándose en unos excelentes Aura Garrido y Javier Pereira, Sorogoyen elabora un relato que se construye a base de retazos y detalles que consiguen engrandecer y sublimar el tan manido punto de partida (¿acaso queda alguno realmente original?) de chico conoce a chica, pues, del mismo modo que en la imagen que acabó sirviendo para la creación del cartel promocional, podemos decir que los personajes principales, mostrados en primer plano pero de espaldas, no sólo ocultan su cara sino que se nos presentan con el fondo desenfocado. Justamente en ese intento por difuminar la habitual nitidez en la descripción de los personajes es como la película logra elevarse por encima del tópico, ya que consigue entrelazar el drama intimista al que se adscribe genéricamente con algunos de los elementos fundamentales del cine de suspense, pues, al igual que en las películas enmarcadas en este género, ‘Stockholm’ se construye en base a pequeñas pistas que nos permiten ir desvelando (o lo que es mejor, tanteando) la resolución de un misterio que, en esta ocasión, en vez de orientarse hacia la épica, apela únicamente a la cotidainidad de lo biográfico: ¿qué significa para ella el rastro de sangre dejado sobre al marco de la puerta?, ¿qué relación guarda este incidente con la decisión por parte de él de cambiar las sábanas al día siguiente?, ¿es el cambio de actitud por la mañana el resultado de una determinación inicial o el efecto espontáneo derivado de alguno de los acontecimientos narrados?, ¿cuántos ‘no’ hay en cada ‘sí’ y cuántos ‘sí’ hay en cada ‘no’?… en resumen, ¿quiénes son esas dos personas que se muestran frente a nosotros? La película avanza, así, entretejiéndose entre continuas preguntas sin respuesta (o, lo que es mejor, entre preguntas con respuestas posiblemente falsas) que nos mecen constantemente entre las coordenadas de la confianza y de la desconfianza, convirtiéndose así no sólo en un alegoría de las relaciones personales, sino incluso del propio cine, pues al igual que los personajes desconocen a su interlocutor, los espectadores, que esta vez no tenemos apenas ninguna ayuda de un narrador omnisciente, debemos atar los cabos sueltos sin que jamás se nos conceda el beneficio de la resolución.
De este modo, la construcción misma de la biografía de los personajes queda abierta al libre ejercicio hermenéutico, algo que invade incluso a ese ‘Stockholm’ que da título a la película y que consigue moverse en las turbulentas aguas que fluctúan entre lo particular y lo universal, lo real y lo fílmico, pues si bien podemos interpretar el título en el sentido más literal, es decir, como un supuesto secuestro a través de la seducción amorosa y de la consiguiente dependencia de la secuestrada tras la liberación, también nos podemos permitir el lujo de transportarnos, invadidos por el poder de la lírica pero sin forzar demasiado la coherencia con lo proyectado, a la idea no sólo de que toda relación emocional pueda identificarse con esa a veces peligrosa pero siempre necesaria vinculación, sino que puede extenderse hasta el plano abstracto de lo desconocido y, por ende, al poder magnético que llega a acompañar (e incluso sustituir) al pavor de la propia muerte; un pavor que puede llevar a alguien a decidir alcanzar el suelo aun cuando se encuentre en el punto más alto del edificio, pues, como bien decía Milan Kundera al hablar de una de las caras menos reconocibles pero más comunes de esa pulsión, «el vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados». Es justamente en ese vértigo del rapto, del abismo, de la caída, de la contradicción, de lo inevitable, de la elección, del no-que-es-sí y del sí-que-es-no, donde terminamos encontrando la definición más adecuada para hablar finalmente de este estimulante viaje a Estocolmo.