Muchas películas se gestan a través de una ocurrencia. De un desvarío, de una chaladura, de una imagen onírica estando despierto que cruza vueltas entre el ingenio y la absurdez. Al cabo de insuflar ideas, matices y combinaciones a esa ocurrencia, el germen crece cual semilla que acaba por echar grandes y fuertes raíces. El cine de James Franco como director y guionista parte de dicha consideración, y resultaría inevitable señalar, incluso subrayar, que una película como Simiosis, su ópera prima, obtuvo su razón iniciática de ser a través de la virguería más surrealista de una ocurrencia. Si bien se puede anticipar que sus primeras pinceladas se deslizan entre arenas movedizas, el cáliz nostálgico que incluye Franco como contrapunto resulta decisivo para asumir el interés de estos primeros pasos.
De recibo se anticipa que su planteamiento puede resultar ilógico o inmaduro, pero las capas de cebolla caramelizada que presenta Franco y que se van despiezando con el devenir del metraje atisban una voluntad por hacer, de un argumento disparatado e insólito, un ensayo sobre la pérdida de rumbo, el ostracismo creativo y la necesidad de un empujón que nos guíe a la superación. Ensayo, junto con arte, es algo que el joven realizador ha tenido muy en cuenta desde sus orígenes tras las cámaras pues, desde su concepción hasta sus planteamientos cinematográficos, nos encontramos ante un cine descaradamente independiente, que va sin rumbo o que simplemente toma una ruta alternativa, impulsivo y epiléptico destinado a aquellos que abrazan el espíritu más transgresor, arriesgado y alternativo de la vida.
James Franco, junto a su habitual colaboradora en el guión Merriwether Williams, hace uso de la comedia libérrima y desatada de esquematismos para trazar una parábola entre el hombre, bloqueado y hastiado ante su imposibilidad artística, y el simio, que posee unos atributos de inteligencia, autocrítica y cinismo superiores. Pese a que su propuesta podría haber caído con mucha facilidad en el cliché discursivo entre los aspectos evolutivos existenciales, el actor prefiere con acierto no enmarañarse en acalorados debates y tan solo se acerca a dichos aspectos rozando la superficie, mientras intenta profundizar mucho más en el hueso de la fatalidad rutinaria de un hombre ordinario, infiel, improductivo y hastiado de su trabajo.
Pese a estar lastrado en conjunto por coletazos y agujeros narrativos, así como por la búsqueda de un humor demasiado forzado por momentos, el filme se crece cuando reflexiona severamente sobre los aspectos ideológicos del escritor Fedor Dostoievski, que no solo sobrevuelan el ambiente y el guión sino que también se representan de forma visual –nuestro protagonista se aísla en un apartamento para poder inspirarse y, para ello, se lleva un enorme cuadro con el rostro en primer plano del novelista ruso-. Con ello, se traza una evidente comparativa analítica entre el hombre joven, desfallecido y solo ante la inmensidad, y la sociedad contemporánea, que le arrastra a ese arrinconamiento social y cerrazón ajena. Ello sumado al lúdico encorsetado empático que se traza entre hombre y simio –entiéndase un actor dentro de un disfraz evidente y barato- acaba por sitiar los flancos de una alegoría equidistante y descacharrante, que por insólita se reafirma en su autenticidad.
Mención a subrayar, para terminar de apuntillar los estilemas que rigen el estilo de Franco como director, son sus títulos de crédito iniciales, en un guiño homenaje al Dogma 95 y a la necesidad de componer historias a través de rastro humanístico despojado de ediciones de imprenta, abalorios y ornamentos. Ese espíritu de rebeldía solo se puede descubrir, y así pues entender, a través de nuestro origen más primitivo. Y, por extensión, primate.