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Crítica de ‘Child of God’
(James Franco… ¡como director! – Vol.IV)

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La venganza es, sin lugar a dudas, uno de esos temas que casan de maravilla con el cine. Quizás porque la justicia divina y legal no existe, tan solo la justicia de los hombres debe tener cabida en un mundo psicótico y enloquecido en el que el individuo se siente uno cuando nadie parece ayudarle a redimirse de la injusticia y la tragedia. Desde arquetipos icónicos del cine acción hasta anónimos cotidianos, el vengador se ha identificado con un ser triste, abatido y ausente de condura ante el desequilibrio que le ha provocado las embestidas de dolor personal. Si a esto añadimos la lírica desgarrada y siempre cruel del novelista Cormac McCarthy, el resultado es un nuevo triunfo en la faceta más versátil como director de James Franco y un relato que continúa respetando los códigos clásicos de la susodicha categoría.

Movida por unas interpretaciones de altura, principalmente gracias al excelente y arriesgado trabajo de Scott Haze, el director exprime toda la sangre existencial que se derrama por las páginas del escritor y funde su filosofía en un relato tosco, violento y salvaje sobre personas violentas y salvajes en un entorno fronterizo y rural que casi se ha convertido en icónico dentro del cine de este género. El actor, en su trabajo tras las cámaras, suaviza bastante su vertiente experimental en relación a sus anteriores películas, pero sigue quedando en esta un rastro de sus ademanes particulares, donde sigue caracterizando de forma especialmente críptica y ecléctica los estados de abandono y represión sexual en el hombre, que continúa vagando solitario en busca de un rumbo que tomar.

Sin concesiones a la platea, su rudeza y su fuerte acabado son intachables. A menudo, a Franco se le va la mano en la concisión y descuida un tanto su narrativa. Sin embargo, resulta destacable que sortea con facilidad las caídas de tono y ritmo hacia el lado melodramático, que pueden resultar cliché en este tipo de historias, y trata de introducir un salvoconducto justificador ante la amalgama de rabia y furia incontenida expuesta durante todo el metraje. Por momentos, la puesta en escena de Franco nos puede llegar a retrotraer a esos ecos de la vida rural que se acercan más bien a la corriente del western. Evolución espiritual de horizontes y campos de barro y gravilla donde la tranquilidad de las costumbres se ve azotada por la tragedia más imprevisible y desata el animal interior aletargado en el ser humano.

Bien como ejercicio de estilo o bien como análisis antropológico, James Franco es consciente de la cantidad de grandes matices, y también pequeños, que esconden las novelas de McCarthy. Por ello, su gusto por los detalles y por la radiografía de las costumbres y rutinas de estas gentes podría pasar desapercibido en primer término. Sin embargo, son precisamente esos detalles y miniaturas los que apuntillan un crescendo en el clímax que resulta del todo satisfactorio si se cuentan, como espectador, con referentes sólidos e importantes. Su diseño de producción aboga por la concisión y el minimalismo, dejando a un lado la sobreabundancia y el exceso de elementos que, por el mero hecho de despistar, a Franco nunca le han interesado. Prefiere introducirse bajo la piel, llegar a la raíz y atacar los nervios a través de un retrato de alguien que sufre, que siente y que odia con la misma razón y el mismo motivo que cualquiera de nosotros en su situación. La venganza siempre es un lenguaje universal.

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