Pablo Berger es, sin lugar a dudas, uno de los directores más certeros y arriesgados del panorama actual español. Con apenas dos películas en 9 años (‘Torremolinos 73’ y ‘Blancanieves’) había conseguido entusiasmar tanto a la crítica como a buena parte del público, gracias especialmente a su sensibilidad estética, el cariño hacia sus personajes, y a una apabullante originalidad de regusto añejo y patrio. La llegada de ‘Abracadabra’ no hace sino confirmar la fuerte personalidad de su cine y el riesgo que le gusta asumir en cada proyecto; sin embargo, su intento de crear – como ha dicho en repetidas ocasiones – una película hipnótica y antitética con la sobriedad de ‘Blancanieves’ nos ha traído un universo maravillosamente bien construido y un trasfondo interesante que, sin embargo, diluye su genio en su intento por mezclar géneros y construir la narración en base a giros imprevisibles que se tambalean por el límite de la verosimilitud. Así, nada resume mejor la sensación de ver ‘Abracadabra’ que la primera estrofa de la canción homónima de Steve Millers Band que resuena recurrentemente durante todo el metraje: ‘I heat up, I can’t cool down / You got me spinnin’ / ‘Round and ‘round / ‘Round and ‘round and ‘round it goes / Where it stops nobody knows’. Analicemos, por lo tanto, la crítica en base a ella.
I heat up, I can’t cool down…
(Me enciendo, no me puedo calmar…)
El arranque de la película bien merece identificarse con este primer verso, pues nos encontramos con unos primeros 15 minutos hilarantes, donde no sólo tenemos situaciones divertidísimas (por desgracia, muchas de ellas mancilladas por el tráiler) sino que además nos sirve para conocer rápidamente a los personajes y al entorno en el que se van a mover. Y es que si algo está caracterizando la breve pero brillante filmografía de Pablo Berger es su capacidad para crear universos nítidamente españoles: si en ‘Torremolinos 73’ (2003) nos transportaba a la España de finales del franquismo, repleta de bigotones y con el destape a la vuelta de la esquina, y en ‘Blancanieves’ (2014) nos mostraba sin complejos la España de los años 20 con los toros y las sevillanas y el esperpento rebosando por los cuatro costados, en ‘Abracadabra’ el realizador nos lleva – ¿o nos trae? – a la España del siglo XXI choni, hortera, futbolera y machista que todos podríamos imaginar si nos preguntasen por el estereotipo más guiñolesco de lo que es una típica familia patria. Desde el principio ya podemos ver cuáles van a ser los ejes estéticos de la película con la que Berger, Kiko de la Rica (Fotografía) y Anna Pujol Tauler (Dirección de arte) quieren establecer esa valiente antítesis de lo que supuso su impresionante ‘Blancanieves’: colores vivos y chillones que se oponen a aquel blanco y negro, histrionismo donde allí había sobriedad y bullicio desmesurado donde antes encontrábamos silencio… y todo, con una maravillosa armonía, por lo que, tras esos maravillosos 15 minutos nos encontramos entusiasmados, deseosos por seguir derrochando carcajadas de asombro y autoparodia y, probablemente, a la espera de cierta conciencia crítica.
…you got me spinnin’ / ‘Round and ‘round…
(…me tienes girando / dando vueltas y vueltas…)
Y entonces, al igual que en las montañas rusas pasamos un tiempo cogiendo altura para luego lanzarnos al vacío, la película llega al culmen de su primer acto introduciendo un elemento de surrealismo que resulta en parte inesperado entre tanto patético costumbrismo: la actuación en la que Pepe (José Mota) someterá a Carlos (Antonio de la Torre) a una sesión de hipnosis y a partir de la cual el personaje cambiará radicalmente, sustituyendo el desprecio hacia su mujer Carmen (Maribel Verdú) por comprensión, la apatía hacia su hija Toñi (Priscilla Delgado) por la colaboración con ella, la actitud violenta por benevolencia, etc. Llegados a este punto, el entusiasmo del inicio aún parece mantenerse, pues aunque su sentido del humor va perdiendo algo de fuerza, éste se ve compensado por una ágil trama de misterio y, sobre todo, por lo más sobresaliente de toda la película: sus actores.
No hace falta llegar ni a la mitad de la película para darse cuenta de las magníficas actuaciones de todos los implicados: Antonio de la Torre borda – ¡vaya sorpresa! – las dos caras del mismo personaje, ora agresivo y antipático, ora apacible y entrañable; José Mota, cuyo talento cómico es tan amplio como escasos puedan parecer sus registros dramáticos, nos muestra que el papel le sienta como un guante y que sabe hacerse rápidamente con las riendas de un personaje tan aparentemente naif como engatusador; la dulce Priscilla Delgado clava a la perfección el papel de hija choni, perdida y antipática; y, finalmente, la verdadera protagonista de la historia por méritos propio: Maribel Verdú, un ama de casa hortera pero entrañable, dulce pero fuerte, sumisa pero valiente, en fin, un papel lleno de matices que rápidamente podría haber resultado vulgar y antipática y que en manos de Verdú se acaba convirtiendo en un personaje delicioso.
…round and ‘round and ‘round it goes…
(…dando vueltas y vueltas y vueltas…)
Si en algo ha insistido Pablo Berger en las presentaciones que ha hecho de la película es en que quería hacer – como hemos comentado más arriba – una película antitética con ‘Blancanieves’ y en la que quería que, más allá de girar en torno a la hipnosis fuese una película hipnótica per se. Ahora bien, si el primero de los puntos resulta un riesgo que el espectador acepta y aplaude rápidamente, este segundo elemento es el que resulta más polémico de todo el metraje, pues, al igual que en una sesión de hipnosis sólo sucumben aquellos que están dispuestos a creer en ello, a partir del ecuador de la película ésta empieza a exigir del espectador un ejercicio que pocas veces estamos dispuestos a aceptar: la suspensión de incredulidad, o dicho mal y pronto, la disposición a tragarnos lo que nos echen, a obviar todo aquello que pueda resultar absurdo, una pérdida de tiempo o un mero engaño. Es éste un juego complicado del que rara vez consigue salir airoso en su mezcla de géneros y tonos, llevando el misterio al terreno del terror esperpéntico y la comedia al del disparate surrealista. Así, al tiempo que se asemeja al proceso hipnótico también lo traiciona, puesto que en vez de aprovechar esa suspensión de la credibilidad y el desconcierto inicial para alcanzar la tranquilidad del hipnotizado y permitir que se aísle del mundo, en ‘Abracadabra’ la desorientación produce el efecto contrario: en vez de atraer al espectador hacia el interior de la película, ésta le expulsa constantemente, y lo que en un principio revelaba una sutil armonía esperpéntica dentro del costumbrismo hortera poco a poco se va volviendo cargante, pesado, forzado. Y si bien estos vaivenes nos dejan una de las escenas más memorables de toda la película (el encuentro con el chimpancé en la grúa) el peaje que tenemos que pagar (una historia de posesiones, asesinos en serie y tensión impostada) acaba malogrando buena parte del entretenimiento y haciendo que aunque el viaje pretenda ser hipnótico, difícilmente consigue hipnotizarnos.
…where it stops nobody knows
(…dónde parará, nadie lo sabe)
Con esa sensación de agotamiento, llegamos al final y, cuando todo parecía perdido tras ver que un surrealismo algo patoso se había apoderado de la película, Berger nos pilla con el pie cambiado con un plano final impecable que nos hace volver la vista atrás para reinterpretar todo lo que hemos visto hasta ahora. Y, de nuevo, la película vuelve a entusiasmar porque nos damos cuenta de que el proceso hipnótico no sólo ha marcado el ritmo de la película, sino que también ha funcionado como terapia. Con sus divertimentos y sus zigzags, vemos que a lo que hemos asistido es a la presentación de un fresco sobre el machismo y el empoderamiento femenino a través del proceso de independización de su protagonista.
Desde el comienzo de la película, reconocemos fácilmente el machismo del personaje de Carlos, a quien detestamos de forma inmediata por su agresividad y su apatía, y, cuando aparecen Pepe y Tito (a través del personaje de Carlos) respiramos aliviados, pensando que por fin hay dos hombres que la tratan como es debido, que son colaborativos y cariñosos, así que rápidamente nos lanzamos a animarla a que deje de lado a Carlos y corra en brazos inicialmente de Pepe y, aún con más fuerza, del nuevo Carlos. Es cierto que, de algún modo, Pepe nos inspira cierta desconfianza casi desde el principio, por lo que tampoco nos resulta extraño descubrir durante el intercambio de parejas su objetivación de la mujer, y que, por lo tanto, como ya advertía Carlos, tan sólo buscase probablemente «meterse en las bragas de Carmen». En el caso de Tito no tenemos tanto esa sensación: hace las tareas de la casa, le lleva el desayuno a la cama a Carmen, la saca a bailar, ayuda a su hija a hacer los deberes, etc., y se nos presenta como pareja ideal, por lo que, cuando llega el momento final en el que Carmen debe elegir qué Carlos quiere que haya en su vida, todos tenemos claro cuál debe ser su elección. Sin embargo, cuando ella se da la vuelta y decide rechazarles a ambos y marcharse sola del salón de bodas, nos damos cuenta de lo que nos ha pasado: en cierto modo, hemos asumido que ella debe elegir a uno de los hombres para que le acompañe y que, visto lo visto, la mejor opción sería Tito, pero entonces debemos plantearnos ¿tan interiorizado tenemos el machismo que asumimos que lo mejor para Carmen es enamorarse de un asesino bipolar violento simplemente porque friegue los platos y baile? ¿No estaríamos, con ello, abocándola a que alguna mañana un vecino pronunciase en la tele junto a la esquela de Carmen «Nadie se lo podía esperar. Era un hombre encantador que saludaba todas las mañanas.»?
Con ello quedarían representados, pues, tres tipos de machismos que combinan la banalización de la mujer con el mero hedonismo del macho: el violento (Carlos), el objetivante (Pepe) y el latente (Tito). Así, por muy fácil que resulte reconocer y admitir los dos primeros, es el tercero el menos intuitivo, pero si nos fijamos, también en su caso Carmen aparece no como eje del disfrute sino como mero satélite. Realmente, ninguno de ellos demuestra interés por ella, ninguno parece quererla, sino que siguen moviéndose con frecuencia por su propio disfrute en sus más diversas formas (recordemos que por muy fascinante y oportuno que resulte el baile con Carmen, lo que Tito quería no era bailar con ella sino bailar simplemente; su acompañante no es más que un elemento circustancial y complementario). Así, el personaje de Tito acabaría encarnando prácticamente los famosos y aparentemente risibles micromachismos: esas actitudes que parece inocentes, cordiales o incluso agradables («deja, ya llevo yo las bolsas»; «yo te sostengo la puerta»; «no digas palabrotas delante de las chicas») pero que al final desembocan en la misma imagen de sexo débil y desprotegido contra el que tanto se quiere (o al menos se dice) luchar.